Enrique Ballester.- Pienso en el colegio, pienso en el pueblo y pienso en la plaza del barrio, y casi todos por allí queríamos ser futbolistas. Al menos, eso pensábamos. Cuando recuerdo aquellos años infantiles, me observo inquieto en la cama durante la noche previa a los partidos. Yo quería ser futbolista, pero a este apunte indiscutible añadiría ahora algunos matices.
Lo primero, y quizá menos importante, era la variedad de fantasías que proyectaba para el partido siguiente. Puede parecer normal que imaginara goles decisivos, regates fabulosos y pases fundamentales, y es verdad que lo hacía. Pero también es verdad que a menudo mi mente elegía otros caminos hacia el pedestal del héroe. A menudo, antes de dormir, fantaseaba con golpes, sangre y cicatrices. Me gustaba pensar, en la duermevela, que en el último minuto de un partido igualado salvaba un gol increíble con la cabeza y perdía el conocimiento durante un rato, y todos decían después lo valiente que era
A menudo, antes de dormir, fantaseaba con golpes, sangre y cicatrices. Me gustaba pensar, en la duermevela, que en el último minuto de un partido igualado salvaba un gol increíble con la cabeza y perdía el conocimiento durante un rato, y todos decían después lo valiente que era.
Con el tiempo siempre permanece algo, y otro algo se diluye. La última vez que jugué un partido de fútbol más o menos serio lo hice con un esguince fuerte y un vendaje desesperado en el tobillo. La última vez no tuve que fantasear con ninguna lesión, porque llegué lesionado de antemano. De lo de ser el héroe ni hablamos. La última vez duré cinco minutos en el campo y ya no quería ser futbolista. Esto lo desarrollaré luego: en lugar de querer ser futbolista, ahora fantaseo con que no me gusta el fútbol.
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