Texto (escrito en la primavera de 2016) Pedro Zuazua. Fotografía Diego Crespo- Las gradas son más listas que la hostia. Tal vez sea por la cantidad de almas en éxtasis que han acogido, por las horas frente al juego (ya saben aquello que dicen de las vacas que pasaban el día viendo fútbol y no aprendían nada) o sencillamente porque son gradas, nacieron para eso y es una mera cuestión de instinto. Pero el caso es que lo saben. Saben qué jugador tiene algo diferente y merece pisar ese césped. La grada es un ente extraño que formamos todos los que vamos a un estadio. Y tiene una inteligencia fuera de lo normal. Sobre todo si tenemos en cuenta que es el resultado de la suma de los cabestros que la poblamos. Aquel domingo 23 de octubre de 2003, cuando el partido ante el Siero iba por la hora de juego, la grada del nuevo Carlos Tartiere olió que algo raro pasaba. Miguel Pérez Cuesta se acercaba al banquillo tras realizar los ejercicios de calentamiento.
La grada es un ente extraño que formamos todos los que vamos a un estadio. Y tiene una inteligencia fuera de lo normal.
Mientras se preparaba, un runrún recorría el estadio. Iba a debutar Michu. Un joven de la cantera. En edad juvenil, para más señas. Alto y rubio. Con cara de niño. Únicamente un ínfimo porcentaje de los allí presentes -los más frikis- lo habíamos visto jugar. Y sin embargo la grada lo sabía todo. Sabía que él marcaría el gol de la victoria. Y sabía también lo que vendría después. El ascenso, el descenso, la Premier y la Selección. La grada ya sabía, antes de que sucediera, las alegrías que aquel niño grande les iba a proporcionar. Porque Michu, a su manera, ha sido lo que se conoce como un jugador de un solo club. Jugó en el Celta, en el Rayo, en el Swansea, en el Napolés y ahora en el Langreo, pero siempre ha tenido la cabeza en el Real Oviedo. Siempre ha sido uno de los nuestros. Y siempre ha jugado con el rabillo del ojo puesto en su equipo del alma, esperando por unos ascensos que pusieran a tiro su vuelta.
La grada ya sabía, antes de que sucediera, las alegrías que aquel niño grande les iba a proporcionar. Porque Michu, a su manera, ha sido lo que se conoce como un jugador de un solo club
Michu fue también el jugador que salvó la inocencia y, con ella, al fútbol. Un día le llegó una oferta del eterno rival de su equipo del alma. Era una gran propuesta, en lo deportivo, en lo personal y en lo económico. Le permitía volver a estar en casa (a él, que siempre ha sido muy del terruño). Pero eligió ser feliz y darnos una lección a todos. Fue honesto consigo mismo, primero, y con el fútbol, después. Si Michu hubiera aceptado aquella oferta, el fútbol se hubiera muerto un poco más. Donde pone “Michu” pueden poner ustedes el nombre de cualquier jugador que haya demostrado una integridad similar. Porque firmar por un equipo cuyos colores no sientes es una falta de respeto para la hinchada, y desdeñar una considerable cantidad de dinero por cuestiones de sentimiento es una proeza al alcance de muy pocos.
Fue honesto consigo mismo, primero, y con el fútbol, después. Si Michu hubiera aceptado aquella oferta, el fútbol se hubiera muerto un poco más.
Michu le dio una razón de ser al Oviedismo cuando éste languidecía. Su fidelidad nos dio la esperanza que años de miseria nos habían usurpado. Pero tampoco fue una sorpresa, porque la grada ya lo sabía. Porque la grada huele a los grandes de verdad. Y por eso, también, algo nos dice que esta historia aún no se ha acabado. Y la grada del Tartiere sabe que Michu tiene que volver a vestir la zamarra azul, porque es necesario para que sigamos creyendo en el fútbol y en la vida. Todos sabemos que va a volver y ya hemos visto mil veces el gol que marcará en su regreso. Lo sabíamos pero no sabíamos que lo sabíamos. Porque fue la grada, y no nosotros, la que se dio cuenta de todo lo que estaba sucediendo aquel 23 de octubre de 2003.•