Lendoiro o el armagedón

El periodista gallego Manuel Jabois analiza la figura de uno de los presidentes más importantes de la historia del fútbol español. Padre del Súperdepor, Augusto César Lendoiro, simboliza una época gloriosa en Riazor, un equipo que construyó desde abajo y del que hoy sólo queda nostalgia.

Texto Manuel Jabois | Ilustración Denís Galocha.- Tenía nombre para fundar un imperio, pero en lugar de eso o fundar una familia, que era lo verdaderamente homérico según Cioran, montó un club de fútbol en su barriada coruñesa a los quince años, cuando uno a lo que aspira es a llevarse a la más guapa del instituto o ser, en su defecto, delegado de clase. Pero el niño Lendoiro, Lendoirín, hizo con su pandilla un equipo con el que ganar el campeonato de A Coruña, luego el de Galicia y morir en semifinales del torneo español frente al Barcelona. A eso llegó el espigado narizotas cuando aún no le había salido barba, si alguna vez salió, y visto el éxito encauzó el camino hacia retos más exigentes, barbilampiño y gordo. “En el periodismo”, dijo una vez Pedro J. Ramírez, “sólo se puede ser director o redactor”. En el fútbol entendió Lendoiro que si uno no iba a marcar goles mejor saltarse la pizarra y subir al palco a jugar a la ruleta.

Al llegar Mauro y Bebeto no los presentó Lendoiro, sino que fueron ellos los que de alguna manera presentaban al presidente, rutilante cabeza visionaria que mataría el mercado años después trayendo a Rivaldo

Y aunque el PP lo quiso convertir en alcalde cuando mandaba Paco Vázquez arrastrando la sotana del socialismo que lo llevaría al Vaticano a dejar morir los días atizando la cucharilla contra la taza del té, como un Corleone restaurado por Dios, Lendoiro entregó su alma al Deportivo cuando el Deportivo era carne de Segunda B, donde el Mollerusa. Por eso al llegar Mauro y Bebeto no los presentó Lendoiro, sino que fueron ellos los que de alguna manera presentaban al presidente, rutilante cabeza visionaria que mataría el mercado años después trayendo a Rivaldo, al que se le habían caído los dientes de puro hambre. Ya tenía Lendoiro cara de 'corricho' amable, enternecidas las carnes por el sofá de la Plaza de Pontevedra, con toda la mollera que le faltaba bajo los pómulos al zurdo escuálido, y su sombra alargada planeaba por los clubes de medio mundo.

Ya tenía Lendoiro cara de 'corricho' amable, enternecidas las carnes por el sofá de la Plaza de Pontevedra, con toda la mollera que le faltaba bajo los pómulos al zurdo escuálido, y su sombra alargada planeaba por los clubes de medio mundo.

Lendoiro fue presidente vocacional y por tanto negociador; se sentaba a cenar con los presidentes y agentes, y una noche tuvo a unos de empatada hasta las doce del mediodía del día siguiente, como las timbas de Los Soprano o una juerga de Pete Doherty. En Lendoiro la adicción era la victoria y el raspado de euros en contratos leoninos, e hizo tal fortuna que puso a soñar a una ciudad entera con Liga y Champions; ellos, que se habían sostenido en Segunda con Sabín Bilbao y Santi Francés, vieron de repente en Riazor al mago Djalminha reventar la defensa del Madrid levantando la pelota por la espalda y colándole un penalti a Casillas que Panenka todavía lo está buscando, de tan lento que se vio en la televisión.

No money, no Lendoiro, pero que no le caigan del cielo cinco duros porque vuelve a organizar el armagedón.

Ellos, que vieron arder la grada de Riazor en lo que parecía el prendido de Nerón como metáfora de Augusto César paladeando el ascenso, vieron ganar un campeonato español años después de que hubiese pasado el tren de Djuckic para arramplar el penúltimo soplo de esperanza. Cosas de Lendoiro y de todo aquello que depositó en el campo, soltando estrellas como perros salvajes que repitieron el milagro del Ural tantas décadas después, cuando los coruñeses eran más viejos y más felices. Hoy sobrevive como soldado de fortuna, siempre asediado y menos venerado, pues la gloria, incluso la imposible –o precisamente por eso, por imposible- se olvida temprano y uno vale lo que su último descenso. Pero el emperador resiste y a veces se le ve en el palco oteando sombrío el césped como águila real, empujándose hacia el pasado en melancólico combate y hacia aquel instinto que convirtió un puñado de barro en la pata de elefante que hizo temblar Europa. No money, no Lendoiro, pero que no le caigan del cielo cinco duros porque vuelve a organizar el armagedón.•