Ilustración Daniel Diosdado
Pablo Moro.- Vivir al margen no es un mérito en sí mismo. A veces es simplemente una obligación. Ser distinto puede resultar admirable o despreciable. Depende en parte del lugar de donde procedas y también, por consiguiente, del sitio hacia donde vayas. No es lo mismo alcanzar el éxito desde una favela de Brasil o La Matanza de Buenos Aires que desde Chelsea o el Barrio de Salamanca. A veces triunfar en el fútbol tiene algo de justicia social. En ocasiones el comportamiento díscolo es un derecho ganado a pulso a base de talento y sufrimiento.
Pero esa retórica canallita de los futbolistas bohemios, tan poéticamente talentosos que se les perdonan los desfases nocturnos con la excusa de que forman parte de su esencia, es peligrosa. Por mucho que tu vida no haya sido un camino de rosas has aceptado pertenecer a un sistema en el que por encima de todo está el respeto a tus compañeros y cierto saber estar para con la afición, aunque la “afición” se haya convertido en una especie de ente mimado al que hay que rendir unas cuentas que no siempre merece.
Por mucho que tu vida no haya sido un camino de rosas has aceptado pertenecer a un sistema en el que por encima de todo está el respeto a tus compañeros y cierto saber estar para con la afición, aunque la “afición” se haya convertido en una especie de ente mimado al que hay que rendir unas cuentas que no siempre merece.
En el fondo, también eso, el manejo de tu carisma, es una cuestión de talento. Los futbolistas canallas suelen caer bien porque a todos nos gustan las estrellas fugaces, la sorpresa, la diferencia y la otredad. En eso se basa el arte, el amor, la gastronomía y todo lo bueno de la vida. Pero ya metidos en el ambiente dejemos que la noche nos confunda y salgamos a tomar algo por los campos de la historia, a ver a quién encontramos. Creemos nuestro once díscolo. Veamos ejemplos de un lado y de otro. Durante unos cuantos números de Líbero, si me permiten.
Creemos nuestro once díscolo. Veamos ejemplos de un lado y de otro. Durante unos cuantos números de Líbero, si me permiten.
Guardameta: Alisson. Hace unos meses circuló por internet y por esa autopista del trazo grueso que son los grupos de colegas de whatsapp, un video del portero del Liverpool compartiendo cama y sustancias con varias chicas. Fue por fin la demostración de que lo que los hombres grises de a pie habíamos imaginado toda nuestra vida era, por un lado, desasosegantemente cierto: esa gente se lo pasa muy bien. Siempre supimos que el traslado del concepto de estrellas del rock de los músicos a los futbolistas se basaba en eso, lujo, chicas, fiestas, el buen vivir de la era de la globalización deshumanizada, el placer inmediato inalcanzable para los mortales que no llegamos a fin de mes, las fantasías erótico-festivas del adolescente que somos hasta que morimos.
Lo imaginábamos, ya digo. Pero ver a esas chicas riendo, chupando y esnifando junto a un deportista, lejos de sorprendernos negativamente, despertó nuestra más oscura admiración. El canallita sigue ahí, en el parnaso del hombre blandengue, al calor de la chimenea del patriarcado. Alisson se había unido a la banda, y todos los que nos quedamos en el camino le reímos la gracia torciendo la sonrisa tras entender, por fin, qué era eso de que nunca caminarías solo.
Alisson se había unido a la banda, y todos los que nos quedamos en el camino le reímos la gracia torciendo la sonrisa tras entender, por fin, qué era eso de que nunca caminarías solo.
Lateral izquierdo: Fabio Coentrão. En la historia del fútbol existe una lista de grandes elegidos que comparten un honor muy particular: haber sido vistos y grabados fumando. Y digo grabados porque fumar ya sabemos que fuman muchos. Cuando el fútbol se parecía de verdad al rock, los futbolistas fumaban. Después el balón pasó de los bares a los gimnasios, del rock al electro latino, de la poesía a las luces estroboscópicas y fumar se convirtió, en uno de los movimientos de conciencia colectiva más hipócritas de la historia, en un pecado mortal para el futbolista. Coentrão era el chico frágil con el que el patrón siempre podía contar. Ese joven yonki al que el jefe de la banda soborna con un par de gramos para que le haga los recaditos, y a la vez un tipo de fiar, la clase de persona que la sociedad rechaza pero que nunca, nunca, te fallará. Le pillaron fumando. Menuda sorpresa.
Medio centro. Prosinecki. Cualquier ovetense (no hace falta ni siquiera ser oviedista) ya habrá esbozado una sonrisa maliciosa y cómplice al leer el nombre de Prosi incluido en esta lista. Los aficionados azules aún nos preguntamos cómo fue posible que el talento balcánico acabara en las modestas filas azules. Pero si hacemos memoria y repasamos cada día sin obviar cada noche, podemos acercarnos a algo parecido a una explicación. Ver a Prosinecki en el Tartiere era, para los de provincias, lo más parecido a tener una banda de amigos a la que se une John Bonham a la batería. Sabiendo lo que es capaz de aportar a tus canciones, ¿le reprocharías unos chupitos de vodka? Prosinecki le proporcionó al Oviedo algunas de las mejores primeras vueltas de su historia. Las lesiones y la campechanía le negaron el trono de oro en el olimpo del fútbol. No debe de ser fácil caer desde tan arriba.
Media punta: José María, tacón de dios, pasión turca desenfrenada, Gutiérrez, “Guti”. Por supuesto.
Delantero centro. Romario. Su imagen vale más que estas ochocientas cincuenta palabras. (Continuará). ¶