Ilustración Artur Galocha
Pedro Zuazua.- En la última escena de Días de radio, la voz en off de Woody Allen dice: “Nunca me olvidaré de esa Nochevieja, en la que tía Bea me despertó para recibir a 1944 y nunca he olvidado a toda aquella gente y a ninguna de las voces que solíamos escuchar por radio, aunque a decir verdad, con el paso de cada Nochevieja esas voces parecen alejarse cada vez más... y más”. Una vez, mi padre me dio un consejo: “Apunta las novias que tengas, porque un día no te acordarás de todas”. Mi padre no era Woody Allen, pero era un asturiano melancólico y, en lo referente a la vida amorosa de su hijo pequeño, un gran optimista. Cuando no puedo dormir y me acechan los miedos más ancestrales, mi mente me transporta al único amor duradero que he conocido hasta hoy: el que siento por el Oviedo. Repaso, puesto por puesto, los jugadores que he visto. Suelo llegar hasta los medios centros.
Cuando no puedo dormir y me acechan los miedos más ancestrales, mi mente me transporta al único amor duradero que he conocido hasta hoy: el que siento por el Oviedo. Repaso, puesto por puesto, los jugadores que he visto. Suelo llegar hasta los medios centros.
A veces dibujo mi alineación histórica preferida. Otras, recorro los estadios que he visitado siguiendo a mi equipo, comenzando por la cornisa cantábrica, de Galicia al País Vasco. En algunas ocasiones rememoro los goles que marqué en mi época de jugador. Para su información, querido lector, estuve federado desde los 12 hasta los 23 años, cuando me trasladé a vivir a Madrid (quien asegure que, estando fuera de casa, no dijo alguna vez que había jugado en las categorías inferiores de su equipo del alma está mintiendo dos veces). Siempre fui un funcionario del fútbol. Un lateral -izquierdo o derecho- que se limitaba a rezar para que el saque del portero rival no cayera en su zona, para no tener que ir de cabeza. No pasé de Segunda Regional. Pero me lo tomaba muy en serio. El gol era una especie de quimera para mí. Por eso, durante años, recordé todos los que anoté con una claridad abrumadora. La jugada, la posición de los rivales, etc. Pero hace unas semanas intenté recordar mi día de gloria -dos goles, en una remontada contra el Loyola, que era como un derbi- y les juro que empiezo a dudar de si realmente marqué el segundo. Del primero me acuerdo, porque fue un disparo desde lejos que se coló por la escuadra. Pero no hay señales del otro. Que ojo, no estoy diciendo que marcara un golazo.
Siempre fui un funcionario del fútbol. Un lateral -izquierdo o derecho- que se limitaba a rezar para que el saque del portero rival no cayera en su zona, para no tener que ir de cabeza.
Todos los tantos que he logrado no fueron míos, sino de esa especie de fuerza que se adueñaba de mí, obligándome a actuar como un futbolista. Era algo muy raro, como si un ser superior se apoderara de mi cuerpo y ejecutara los movimientos. Eran instantes de no pensar, de actuar. Y uno, que duda incluso sobre la marca de leche que adquiere en el supermercado, los agradece de corazón. Quien haya experimentado la sensación de marcar un gol en un partido oficial coincidirá conmigo en que es prácticamente indescriptible. Ese momento en el que el balón rebasa la línea de gol y te cercioras de que sí, es verdad, ha salido de tu pie, es, seguramente, lo más cerca de la felicidad que estará un futbolero que no sea portero. Le propuse en su día al director de Líbero un reportaje del estilo “¿A qué huelen los goles?”. Pero pasó bastante. Con razón. Pero a lo que vamos, que me lío. Ya en regionales tuve un gran entrenador que me hizo entender que no tenía ni idea de fútbol, y que hasta ese momento estaba practicando algún tipo de deporte, pero en ningún caso balompié.
Me he dado cuenta de que muchos de los goles que marqué (en la vida real, no en los videojuegos, se entiende) se han borrado de mi memoria.
Fueron años en los que los goles fueron menos rara avis (nada grave, no se vayan a pensar), pero la felicidad que generaban en absoluto descendía. Ni un centímetro. Es más, incluso disfrutaba de los goles que marcaba en el modo Ser leyenda del Pro Evolution Soccer. Pero los disfrutaba de verdad, ¿eh? Luego lo más cerca que estuve de ser futbolista de verdad fue una rotura de ligamento cruzado. Incluso me hice la foto en la cama del hospital con el pulgar para arriba. El caso es que, como iba diciendo antes de empezar a divagar, me he dado cuenta de que muchos de los goles que marqué (en la vida real, no en los videojuegos, se entiende) se han borrado de mi memoria. No sería tan grave si fuera un gran goleador pero es que no son más de 20, coño. Y me da rabia. Mucha. Porque recuerdo aquellos instantes como una alegría inenarrable. Y sospecho que mi mente me los esconde voluntariamente, sabedora de que son tiempos y sentimientos que no volverán, que pertenecen ya al pasado. Y creo que también me jode, con perdón, aceptar que, una vez más, mi padre tenía razón. Y no le hice caso.
En realidad, no me estaba hablando de chicas, sino de la vida. Pero no me di cuenta hasta que fui incapaz de recordar aquel gol del Loyola que tan feliz me hizo y que ya nadie conocerá, porque ni tan siquiera su autor se acuerda de él. ¿Adónde irán los goles que nadie recuerda? •