*Texto Alberto G. Palomo Fotografía Javier Arcenillas.- Puede que la isla de La Pirraya, en El Salvador, no forme parte de ese imaginario popular relacionado con algo tan emocional e icónico como es el fútbol. En esta religión en busca de un dios, como lo definía Montalbán, caben estadios llenos, plegarias al cielo y cambios de rumbo en el último minuto que despiertan lágrimas, incremento de pulsaciones y esa indescriptible serpiente que anuda el estómago en los momentos de incertidumbre. También hay lugares comunes: gritos, sonrisas y las habituales imágenes de la magia hecha desde el barro, sin botines ni números en la camiseta. En el fútbol playa la emoción se concentra en torno a la fantasía que permite la arena. Y a la dureza de un espacio hostil donde las piruetas se rifan. Pero esto no es la playa de Copacabana. Aquí no se hace gala del gambeteo tropical sino de la hosquedad en la pegada y en el regate. La misma, quizás, que tiene la pesca por ley. La misma por la que, al final, se rige el juego duro. De tierra y selva. En La Pirraya se funciona así. Y se considera la cuna del fútbol playa del país. Seis de los doce jugadores internacionales provienen de esta y otra isla contigua. A pesar de su categoría y de haber llevado el nombre del país a los puestos más altos de las clasificaciones mundiales, estos integrantes no gozan de una existencia plagada de flases y autógrafos.
Quizás sea por su ubicación. Por pertenecer a este oasis de cabañas y canoas donde los avatares de un país sumido en la violencia se viven en chancletas. La Pirraya, en la bahía de Jiquilisco y a unas dos horas de la capital, es un pedazo de tierra rodeado de manglares. El océano Pacífico baña sus orillas y los habitantes de Usulután, la provincia a la que pertenece la isla, se acercan al improvisado puerto para empeñar su ocio en los comedores de la zona o internarse en lancha hasta el origen del deporte más importante de la nación. Allí, los miembros del equipo oficial reciben como cualquier vecino: desenredando las redes después de una jornada de laburo.
Son conocidos como “Los Guerreros de Playa” sin saber bien si el calificativo proviene de su toque con el balón o de su ímpetu a la hora de sacar el bote y echarse a la mar. La mayoría de las 180 familias que habitan la comunidad se dedica a la pesca artesanal. Y ellos no son menos, por mucha celebridad que se les quiera dar. Nada más encallar, con la humedad y el salitre ajustando cada prenda de vestir, aparece Tomás Hernández, veterano volante de la selección. Tiene un balde lleno de perca aunque es temporada de culebras. En camiseta, dejando que el sol golpee en su espalda y ayudado por uno de sus familiares, recoge los utensilios con los que salió a las cuatro de la mañana. A sus 30 años ha jugado cuatro mundiales y una multitud de torneos de la región. Con El Salvador levantó en 2014 la Copa Centroamericana de Fútbol Playa y la de la Concacaf (Confederación de Norteamérica, Centroamérica y El Caribe de Fútbol) en 2009. Su nombre ha sonado en francés, italiano, árabe o en las lenguas polinesias con las que le introducían cada vez que saltaba al campo en el Mundial de Tahití.
Nada ha cambiado sus costumbres. “El fútbol no nos da para vivir. También nos tenemos que dedicar a la pesca”, dice Hernández a punto de jubilarse del deporte profesional: con una apariencia mayor impresa en la piel ya va siendo la hora de darle el relevo a los nuevos. “Cada vez que salimos nos pagan unos 100 dólares al día. Algunas veces vamos a San Salvador, a jugar las Copas Pilsener, y otras a campeonatos fuera. Entonces nos pasamos uno o dos meses concentrados y de viaje”, explica, como si recorrer los cinco continentes representando a tu país fuera un trámite entre jornadas de 14 horas atendiendo la caña.
“El fútbol no nos da para vivir. También nos tenemos que dedicar a la pesca”, dice Hernández a punto de jubilarse del deporte profesional: con una apariencia mayor impresa en la piel ya va siendo la hora de darle el relevo a los nuevos.
VER MUNDO
“Nosotros nos alegramos mucho. Vamos al aeropuerto a darles ánimos y vemos todos los partidos. Es bonito porque la isla sale exaltada por ellos. Nos sentimos orgullosos. Hasta en la capital preguntan por ellos”, comenta con ilusión Patricia Marisol Gómez, de 21 años, junto a su hijo de tres. “Me parece una oportunidad de que vea mundo”, apunta por su parte Flor de María, la mujer de Hernández, en el interior de su vivienda. En el pequeño espacio que queda libre en un minúsculo salón se exponen las copas ganadas por su marido y un póster del equipo. “Es muy emocionante. Nos gustaría que nuestro hijo también fuera futbolista”, sonríe señalando a Anibal Javier, de siete años. El apoyo de la población de La Pirraya y Rancho Viejo, estos dos islotes donde se concentra el 50% de la selección, es más que moral. No sólo se vuelcan en los encuentros televisados: se puede decir que forman parte de sus lecciones físicas. Unas treinta personas de este archipiélago se unen al atardecer en un campo para echar partidos no profesionales. De los de riñas para elegir campo y cocacolas como recompensa.
El apoyo de la población de La Pirraya y Rancho Viejo, estos dos islotes donde se concentra el 50% de la selección, es más que moral.
Es el acontecimiento del día. Allí, curiosos, familiares y grupos de colegas jóvenes y mayores se arremolinan en torno a los pescadores que han dejado los cebos por el peloteo. Tres niños de entre cinco y siete años esperan con camisetas de equipos europeos a que empiece el picado.
Un grupo de mujeres conversa mientras los asistentes descienden de una gran barca y se acercan a la cancha. “Lo han hecho con el corazón para poner en alto a El Salvador”, dicen interrumpiendo el relato de sus desventuras cotidianas. “Se siente mucha emoción. Nosotros, por el lugar, que es muy pequeño, y por cómo está todo, apenas salimos”, apuntan unos adolescentes a los que les gustaría emular a sus ídolos locales lejos del devenir habitual de sus compatriotas: en 2015, El Salvador alcanzó las 6.670 muertes violentas. Casi todas provocadas por una guerra entre las pandillas Salvatrucha y Barrio 18. Estas maras, como se les denomina a raíz del término ‘marabunta’, imponen un terror entre los 6,5 millones de habitantes que obliga al éxodo o la existencia amordazada. Un paso en falso en cualquier calle de este estado de 21.000 kilómetros cuadrados puede suponer un trágico desenlace.
Aquí no. El aislamiento de este terruño les libra del gran cáncer homicida que corroe al país centroamericano. La vida entre cordeles y el fútbol, que ocupa cerca de tres horas de tarde, les libra del trágico y habitual destino en cualquier otro rincón de su geografía. En este claro reservado en medio de una nutrida vegetación se han forjado varias generaciones de deportistas profesionales. Actualmente, seis de ellos lo usan como ciudad deportiva. Tres de La Pirraya y tres de Rancho Viejo, a un riachuelo de distancia: Tomás Hernández, Rubén Batres y Agustín Ruiz; Roberto Membreño, Wilber Alvarado y Douglas Alvarado, respectivamente. Unas porterías hechas con tuberías de plástico han asistido en múltiples encuentros a la presencia de ojeadores que, atraídos por su ancestral cantera, reclutan a los futuros campeones.
NECESITAN EL MAR
“Tenemos proyectos en 14 playas. Por ahí ando viendo, los ficho y los entreno uno o dos años”, explica por teléfono Rudy Gallo, entrenador del equipo nacional. A sus 45 años, este ingeniero agrónomo se hizo cargo del club hace un lustro, convencido de que La Pirraya es la cuna de este deporte. “Como son nacidos en isla, la parte física (estructura de las piernas, dedos, corazón, resistencia) ya la tienen. Son más fuertes. Aprovecho la complexión, la biología”, resume el preparador. “Lo que pasa es que luego siguen con sus tradiciones, no viven fuera ni se dedican a algo relacionado con el fútbol. Necesitan el mar, las costumbres de su pueblo, no tanto la economía”, afirma este alto cargo de una federación a medio hacer. “Se va avanzando.
El fútbol playa tiene más respeto que el once. Está en el alma del salvadoreño. Para los aficionados es algo especial”. Lógico. El palmarés de una y otra disciplina no tiene nada que ver.
El fútbol playa tiene más respeto que el once. Está en el alma del salvadoreño. Para los aficionados es algo especial”. Lógico. El palmarés de una y otra disciplina no tiene nada que ver. Mientras el conjunto de fútbol once no se clasifica para un mundial desde España 82, sus homólogos de playa integran el cupo serio de aspirantes al título en campeonatos regionales e internacionales. Solo en una de las cuatro Copas del Mundo disputadas han quedado fuera de las segundas eliminatorias. En el resto no han bajado de cuartos. Y su capitán, Agustín Ruiz, ‘Tin’, ostenta el mérito de ser el mayor anotador en mundiales de la Concacaf, con 17 goles. Y eso que hoy, el líder del grupo, de 28 años y al que se le puede ver en comerciales televisivos o anuncios de refrescos, viste vaqueros y camisa después de una revisión médica en San Salvador. A pesar de tener ofertas de Brasil, Barcelona o Rusia, ni se plantea abandonar la isla: “Nunca me iría. La gente le apoya a uno y le da consejos. En cada viaje siempre se recuerda uno de La Pirraya”, responde subido a su lancha particular con el tono serio, maduro, del que conoce cuál es su puesto en el mundo.
A pocos metros está Rubén Batres, de los más jóvenes. Lleva cinco de sus 24 años siendo convocado por el equipo nacional y le gustaría vivir de este deporte. “Cuando era chiquito ya me decían que podía llegar lejos por el talento”, asiente, “y ahora claro que me gustaría vivir del fútbol. Me iría sin dudarlo a jugar a cualquier equipo”. Le mueve la aspiración de obtener un trabajo que le apasiona. Incluso a un precio menor: el salario de los que se dedican al deporte ronda los 400 dólares mensuales y él saca unos 20 o 30 dólares limpios por día de pesca, descontando gasolina y materiales. Aun así, se juega la tibia en cada entrada, sin miedo a lesiones. Tomás y Rubén, dos amigos del ala, le gritan “culero” desde una grada improvisada. Tratan de mantener en el aire un balón con un gran canuto de marihuana envuelto en papel de tabaco y plástico. Un gran penacho de humo nubla sus rostros cada vez que dan una calada. Jalean mientras esperan a sustituir a los derrotados. Juegan siete contra siete en unas dimensiones poco ortodoxas, en una mezcla de sala con fútbol 7. La apuesta de ocho dólares a pagar el que encaje los dos primeros tantos hace que los minutos iniciales sean plomizos. El esférico vuela de un lado a otro de la portería sin que las líneas de defensa arriesguen el toque raso. Cualquier aproximación es aplacada con dureza pero sin maldad, aunque los impulsos naturales lleven a la queja y la tensión. La luz va desapareciendo sin contoneos reseñables.
No será Copacabana, pero en los pescadores de La Pirraya reside el honor de un país.