Un burro blanco y algo despeluchado arrastra el rodillo que corta el césped de un campo de fútbol. Su amo, trabajador de aspecto humilde, dirige los movimientos del asno con una cuerda ayudado por el antifaz que tapa los ojos del pollino. Apenas es reconocible, sus rasgos faciales son confusos tras la sombra de la boina que le cubre la cara; como en las escenas pictóricas de Jean Françoise Millet. Si sacamos la acción de contexto y en lugar de un graderío hubiese un campo de trigo podríamos estar delante de un cuadro de finales del XIX o ante una escena tradicional castellana. Pero la escena manda y la fotografía, fechada en 1925, muestra el Estadio de Chamartín tan solo un año después de su inauguración. El actor principal, con permiso del jumento, es el jardinero del campo.
En su obsesión por acercar la pintura a los nuevos tiempos, también fue Millet pionero en individualizar la labor campesina y representar las rutinas rurales desde un punto de vista no solo social, sino también conceptual, como ya hiciera Velázquez con la vida cortesana. De la misma forma en que detrás de Las hilanderas se escondía la fábula de Aracne y Atenea, el ventajismo que da enfrentarse a esta foto, casi un siglo después de su primer revelado, permite pecar de snob y cursi y ver en ella, no solo una acción cotidiana, sino la siembra sobre la que germinará una forma de entender el fútbol, la afición que más conjugaciones conoce del verbo ganar. A Millet le gustaba trabajar con la horizontalidad, en ella veía un símbolo de vida, una celebración a todo lo que nace de la tierra y desafía las leyes de la gravedad con su tesón cenital. Quizás por ello, esta escena de rasurado de césped se convierte en el kilómetro cero de una idea, no siempre clara, obsesionada hasta límites babilónicos con crecer y triunfar; no estamos ante una escena de siega sino de siembra. En segundo término, la grada nos invita a pensar en aquello que todavía no existe aunque se esboza. Una tribuna, generosa para la época y algunos carteles publicitarios de neumáticos y vehículos de ocasión. El siglo XX llevaba solo un cuarto de pastel y ya parecía tener trazados los dos pilares que han desarrollado el teatrillo durante casi cien años: afición y guita.