Mario Rosas, el pájaro azul

'El bueno era él', confesaban Xavi y Puyol. Recaló en el Castellón donde demostró que era una pieza auténtica del fútbol bohemio. Cuanto mejor jugaba, más crecía su leyenda nocturna.

(En la imagen, Barcelona B- Temporada 98-99, Mario Rosas agachado segundo por la izquierda)

Ilustración Manu Callejón

Enrique Ballester.- Mario Rosas fue el primer futbolista que me llevó de fiesta. Yo no era en cambio el primer periodista al que Mario Rosas sacaba de fiesta. Yo no había hecho casi nada aún, y a él le quedaba poco por hacer. Yo estaba llegando, y él andaba casi de vuelta. Mario Rosas fue un día, en lo literal y en lo metafórico, el niño bonito de la cantera del Barça. Mediapunta clásico, con 17 años metió 21 goles en una temporada en el filial, que se dice pronto, con el que subió a Segunda División. En aquel equipo jugaban dos futuros campeones del mundo -Puyol y Xavi- pero para mis amigos culés la estrella era Mario. De hecho, de vez en cuando, el propio Xavi e Iniesta recuerdan en alguna entrevista que “el bueno era Mario”, porque así era. Debutó con Van Gaal en el primer equipo, tuvo alguna lesión muscular inoportuna y encadenó cesiones sin tino. Solo sabía jugar a una cosa, me dijo alguna vez, a la cosa del Barça, y el fútbol fuera de la burbuja se le hizo cuesta arriba.

Él rodó cuesta abajo: el tema es que bajó con el Girona a Tercera y recaló en el Castellón en Segunda porque su representante era uno de los dueños del club. La primera temporada no rascó bola. En la segunda campaña ocurrió algo que contradice la fama de vago que Mario se gastaba. Pepe Moré, el entrenador, retrasó su posición y Mario, como mediocentro en un doble pivote de manual, ofreció un rendimiento excelente. Durante el proceso, el equipo pasó de sufrir por no bajar a pelear por subir a Primera. Mario hacía lo que se esperaba de él: ordenaba el juego, pasaba en corto y en largo, rompía líneas con esa conducción tan suya, la pedía siempre y no perdía una pelota, el rey del penúltimo pase. Pero hacía también lo que no se esperaba de él: quitaba más de lo que parecía, con ese cuerpo escombro que gastaba, y se aplicaba en la lectura táctica con esmero, sin perder un gramo de clase por el camino. En la paradoja, cuanto mejor jugaba Mario, más crecía su leyenda nocturna por discotecas y bares. Lo que yo vi con Mario de fiesta es un clásico de este tipo de jugadores. Se acercaba mucho a la barra a cambiar de vaso, pero bebía menos que tú: los pedía cortos y acelerados.

Lo que yo vi con Mario de fiesta es un clásico de este tipo de jugadores. Se acercaba mucho a la barra a cambiar de vaso, pero bebía menos que tú: los pedía cortos y acelerados.

Él sabía el cliché que cargaba, y lo cultivaba con resignación y gracia. Contaba muchas cosas que oscilaban entre la realidad y la broma. Entre las confesables, que renunció al Mundial juvenil porque se jugaba en Nigeria y Nigeria estaba muy lejos, y él se lo pasaba muy bien en Barcelona. Lo llamaban Mario Four Roses, por el whisky, y entrar con él en un pub habitual era como acompañar a tu abuela al centro de salud: dejaban todos de hacer lo que estaban haciendo y se acercaban a saludarle. En una carta había incluso un cóctel con su nombre. El Mario Rosas llevaba Jack Daniel's, Drambuie y zumo de naranja. Lo sé porque hice una foto pensando que igual un día me servía para un texto. Una década después, ya puedo borrarla. Así funciona esto. Aquella experiencia con Mario, que era feliz siendo lo que era, sin síntoma alguno de arrepentimiento, me hizo aprender y pensar sobre la vida, sobre ser lo que tú quieres ser o ser lo que otros esperan que seas.

Aquella experiencia con Mario, que era feliz siendo lo que era, sin síntoma alguno de arrepentimiento, me hizo aprender y pensar sobre la vida, sobre ser lo que tú quieres ser o ser lo que otros esperan que seas.

Durante aquellas temporadas, cualquier conversación futbolera en Castelló terminaba igual. “Si Mario hubiese querido...”, decían. “Si Mario fuera de otra manera...”, insistían. El exdelantero Pedro Alcañiz, que ahora regenta un pub llamado Waticano, nos regaló una noche una de sus frases míticas. “El problema del Castellón”, sentenció, “es que Mario borracho es mejor que todos los demás juntos, y el problema de Mario es que lo sabe”. Al hilo, un viernes cualquiera publiqué un artículo sobre el tema. Fue gracias a mi tía Nina, que me recordó una vieja historia y yo solo la adorné un poquito. Resulta que mi tía Nina me llevó una mañana, cuando era niño, al Mercado del Lunes.

El exdelantero Pedro Alcañiz, que ahora regenta un pub llamado Waticano, nos regaló una noche una de sus frases míticas. “El problema del Castellón”, sentenció, “es que Mario borracho es mejor que todos los demás juntos, y el problema de Mario es que lo sabe”.

Desafiando todas las leyes sanitarias me compró un pájaro azul, un periquito sería, y el vendedor nos lo dio en una bolsa de plástico. No juzgo a nadie, solo relato, no juzgo a nadie porque en los años ochenta todavía valía todo. El caso es que me dijeron que sujetara fuerte la bolsa para que no se escapara el pájaro azul y, como yo he sido siempre un niño muy obediente, sujeté la bolsa con todas mi fuerzas, de camino a casa, y puedo asegurar que el pájaro azul no se escapó. Al contrario, al llegar a casa el pájaro azul seguía en la bolsa, pero sin oxígeno, había pasado a mejor vida. La historia del desdichado pájaro azul me transportó a su vez al pájaro de la canción de Mikel Laboa, que amaba tanto a su pájaro que no quería que se escapara. Si le hubiese cortado las alas, señalaba, no se le hubiera escapado, pero entonces ya no sería un pájaro, y él lo que quería era un pájaro. Justo eso pasaba con Mario Rosas, y con todos los Marios del mundo. De haber sido de otra manera, ya no sería Mario, y nosotros queríamos a Mario.