Texto Santiago Segurola.- Desconozco el libro de estilo de Líbero, pero confío en que me permita escribir en primera persona –un vicio detestable en el periodismo- sobre Mauro Silva, jugador impagable en el Depor y en la selección brasileña. Me atrevo a romper una regla que apenas he vulnerado en mi trayectoria profesional porque Mauro Silva figura entre mis grandes ídolos futbolísticos, que son más bien pocos. Hace 25 años, los periódicos publicaron una noticia sorprendente: el Deportivo había fichado a dos internacionales brasileños, Bebeto y Mauro Silva. La sorpresa se derivaba de la llegada de Bebeto, un delantero etéreo, delicado y veloz que era una estrella en Brasil. Todo se sabe ahora sobre cualquier futbolista de cualquier país, no digamos sobre las figuras. En 1992 no existía internet y ninguna televisión europea transmitía los campeonatos brasileños. Se decía, y con razón, que Bebeto disponía de las cualidades para triunfar en la selección y en Europa.
Sin embargo, lo último que se esperaba era su ingreso en el pequeño Deportivo, un equipo de doble vida. Pasaba tantos años en Segunda como en Primera División. En el momento de anunciar ese fichaje, digno del Real Madrid o del Barça, el Depor acababa de evitar el descenso a Segunda. El fichaje de Mauro Silva generó mucho menos ruido mediático. Procedía del Bragantino, había jugado varios partidos con la selección brasileña en 1991 y ocupaba la posición de medio centro. Siempre disfruté con Bebeto, que estuvo en España a la altura de su fama en Brasil, pero Mauro Silva me fascinó mucho más. De hecho, logró algo que sólo Baresi había conseguido: asombrarme por sus recursos defensivos.
El fichaje de Mauro Silva generó mucho menos ruido mediático. Procedía del Bragantino, había jugado varios partidos con la selección brasileña en 1991
Deseaba que los rivales colocaran al Depor en críticas situaciones defensivas, una perversión que no cuadraba con mi simpatía con el equipo gallego. El problema era mi admiración por Mauro Silva. Aquel medio centro conocía al dedillo el manual del perfecto futbolista defensivo. Cada vez que un equipo atacaba al Depor, observaba la situación desde el punto de vista de Mauro. Sabía que encontraría una solución al problema que se avecinaba. Y sabía también que la solución sería adecuada, firme y elegante. Muy pocas veces en mi vida me he adherido a un jugador de cualidades estrictamente defensivas, salvo que su autoridad haya sido majestuosa. Mauro Silva ha sido mi predilecto en un pequeño grupo donde figuran Busquets, Makelele y Baresi. Cuatro genios del quite que han hecho apasionante un rasgo del fútbol que tiene gran prestigio, pero del que apenas disfrutan los aficionados. Si Bebeto era un jugador aéreo, un Federer futbolístico, Mauro Silva estaba pegado al suelo. No era alto –medía 1,77-, ni explosivo, ni un portento de la distribución. En este capítulo y en el de la respuesta defensiva, Mauro estaba en las antípodas de Pep Guardiola, el otro gran medio centro de referencia en los años 90. Guardiola era deslumbrante con la pelota.
Mauro Silva ha sido mi predilecto en un pequeño grupo donde figuran Busquets, Makelele y Baresi. Cuatro genios del quite que han hecho apasionante un rasgo del fútbol que tiene gran prestigio, pero del que apenas disfrutan los aficionados
Mauro era un maestro arrebatándola. La llegada de Bebeto y Mauro Silva, además del impacto del extraordinario Fran, revirtió el destino del Deportivo. Dos años después perdió la Liga en el último minuto del último partido de Liga. González, portero del Valencia, detuvo en Riazor el penalti que lanzó Djukic. Lejos de suponer una condena eterna para un equipo que había vivido más las penurias que las satisfacciones del fútbol, el Depor no desfalleció. Durante 10 temporadas figuró entre los mejores equipos de Europa. En cada uno de esos años, Mauro permaneció como un tótem del Depor. Aunque encontró la ayuda de algunos competentes especialistas defensivos, Mauro Silva se bastaba en solitario para garantizar la máxima eficacia. No es una facultad corriente en los medios centro, ni tan siquiera entre los que presumen de magisterio defensivo. De lo contrario, los entrenadores no frecuentarían tanto el doble pivote, artilugio táctico que tiende a desesperarme. Me irrita que dos jugadores se ocupen del trabajo de uno, pero reconozco que no es fácil encontrar mauros o makeleles en el fútbol.
Las cualidades de Mauro Silva empezaban por su compacto cuerpo y su sabiduría para utilizarlo frente a los rivales. Ganador casi absoluto de las acciones divididas, aprovechaba su bajo centro de gravedad, unas piernas potentísimas y la inteligencia para utilizar el cuerpo como el mejor elemento de combate. Otra virtud indispensable era su voracidad. Deseaba arrebatar la pelota, interceptar los pases, destruir el objetivo ofensivo de sus rivales. No es algo tan habitual en el fútbol como parece. Abundan los defensas que no sienten la pulsión por el quite. Su asombroso rendimiento defensivo estaba acompañado por la puntualidad y la honestidad. Nunca trabajó para lo artificioso. Jamás tribuneó. Cada partido era el más importante, el último de su vida. Sofocó más fuegos que ningún otro especialista de su tiempo. Lo hacía con algo que podría definirse como fiereza tranquila, contradicción que Mauro Silva resolvía arrebatando el balón sin que el rival lo sintiera como una agresión o una bajeza futbolística. Su timing era perfecto hasta cuando no alcanzaba su objetivo. Hay un gol maravilloso de Zidane al Depor en el Bernabéu, limpiando defensas por el camino, entre ellos Mauro Silva, que logra rehacerse, detectar de nuevo la posición del genio francés y lanzarse desesperadamente a por la pelota. No lo consiguió.
Su timing era perfecto hasta cuando no alcanzaba su objetivo.
Zidane cruzó un tiro espectacular, pero el esfuerzo final de Mauro Silva dice todo de su vocación defensiva y de su compromiso profesional. Era clínico en sus intervenciones porque leía los partidos al centímetro. Si no destacaba especialmente en una habilidad – no resaltaba como cabeceador, ni era un artista de la distribución-, Mauro se las ingeniaba para evidenciar sus cualidades y no mostrar sus debilidades. Lo que no podía lograr directamente en el juego aéreo, lo conseguía con el eficaz uso de su cuerpo para obtener la ventaja en la posición defensiva. Cuando le llegaba la pelota, sabía que buena parte de su trabajo había terminado. Entonces, en un ejercicio de extrema inteligencia, encontraba la manera de jugar a dos toques: control y pase corto al jugador conveniente. Rara vez perdió la pelota. En ese capítulo, fue un ejemplo de sencilla eficacia y ausencia total de retórica. Disfruté durante años del juego de Mauro. Le admiré por sus maravillosas artes defensivas y por su impecable comportamiento. Me parecía el más profesional y honesto de los jugadores en una posición donde es difícil evadirse del juego sucio.
Representó lo mejor del fútbol en un equipo inolvidable. Imaginé que algún día la Liga de Fútbol Profesional elegiría el logo de un jugador que representara lo mejor de este juego incomparable, como hizo la NBA con el mítico Jerry West, y proclamé los méritos de Mauro Silva. Pensé que era el logo perfecto para la Liga española. Quedará, por supuesto, como una idea descabellada. Ni tan siquiera hay intención de diseñar un logo de esas características. No conocí personalmente a Mauro, aunque creo que le saludé una vez, no sé si en un restaurante o a la salida del Bernabéu. Cuando se retiró del fútbol, sentí que una época feliz se acababa –y así fue para el Depor- y también me sentí afortunado por las muchas y grandes tardes que Mauro Silva había proporcionado al fútbol español y a todos los aficionados, fueran del equipo que fueran. Me alegró que la hinchada de Riazor le agradeciera la multitud de servicios prestados y me emocioné cuando el día de su homenaje me llegó a Madrid un paquete que contenía la camiseta de Mauro Silva y una amabilísima dedicatoria, escrita de puño y letra por él. Pocas veces me he sentido tan honrado en mi vida como periodista. •