Me voy

El escritor Javier Aznar reflexiona sobre la dura y recurrente tensión entre clubes y jugadores veteranos en el momento de su final de carrera. La afición suele quedar de por medio en este proceso feo, duro y engorroso que casi siempre acaba mal.

Javier Aznar.- “Todas las leyendas salen por la puerta de atrás”. Es un dicho recurrente, sobre todo cuando hablamos de equipos grandes. Parece que es imposible abandonar un club laureado sin perder la dignidad por el camino. Todos los futbolistas sueñan con esa inolvidable salida a hombros por la puerta grande del equipo de sus vidas. Sin embargo, muchos acaban como el policía que entrega con resignación su placa y su pistola para ser apartados del caso en el que llevan años trabajando. Es un proceso duro, feo y engorroso. Y, como sucede en todas las rupturas, la decisión de “discontinuar” la relación (me encanta este eufemismo tan de moda; nos duelen las palabras de verdad) nunca se suele tomar de común acuerdo entre todas las partes implicadas.

Me temo que, salvo en honrosas excepciones, es difícil que suceda la despedida perfecta. Porque es algo contrario a la condición humana. Demasiados intereses mezclados como para desactivar esa bomba de relojería sin sufrir daños irreparables. Ahora se habla mucho de Sergio Ramos y del Real Madrid. Pero ya ocurrió en su día con Di Stéfano, sentenciado por Muñoz tras perder la Copa de Europa contra el Inter de Milán. “Me despidieron con nocturnidad y alevosía. No se puede actuar así después de tantos años”, dejó escrito en sus memorias la Saeta Rubia.

«Me despidieron con nocturnidad y alevosía. No se puede actuar así después de tantos años», dejó escrito en sus memorias la Saeta Rubia.

Ocurrió con Cristiano Ronaldo. Ocurrió con Casillas, con Raúl, con Hierro. La historia siempre se repite. En otros equipos grandes, como el Barça o el Atlético de Madrid, ese mismo ‘modus operandis’ también se ha podido observar a lo largo de los años. No es un tema de escudos, sino de una historia tan vieja como la de no saber decir adiós. Fran y el Dépor. Guerrero y el Athletic. Cañizares y el Valencia. Ocurre en las mejores familias.

¿Pero quién tiene la culpa aquí?

Aunque cada caso es un mundo, parece evidente que el regusto que queda suele ser amargo. Siempre se pierde algo valioso e irrecuperable en ese Triángulo de las Bermudas que forman Jugador-Club-Afición.

1. El Jugador

Es difícil para algunos futbolistas aceptar su realidad. Pasa en todos los deportes. Cuando mejor entiendes el juego, cuando mejor sabes lo que hay que hacer en cada momento, es cuando tu cuerpo responde peor. Me recuerda a eso que contaba Riccardo Muti de su maestro, el director de orquesta Vittorio Gui, cuyo único lamento a los 90 años era tener que morirse “justo ahora que empezaba a saber dirigir”. Y ciertos jugadores, todo hay que decirlo, más que una despedida esperan un funeral vikingo, banderas a media asta en la ciudad y desaparecer bajo el sol a lomos de un purasangre con las alforjas llenas del suculento último contrato. El afán de protagonismo y el ego son peligrosos compañeros de viaje.

2. El Club

También es complicado para los clubes lidiar con estas despedidas. Es difícil llevar con diligencia una empresa si tienes que estar atendiendo a criterios tan complicados de ponderar como los de “leyenda”, “mito” o “emblema”. ¿Realmente puede quedarse en la plantilla un jugador, por legendario que este sea, hasta que él decida marcharse? ¿En qué parte de los estamentos del club figura tal norma? ¿Se tiene que poner el club al servicio de un jugador? El deber de los dirigentes de un equipo, aparte de salir en la foto cuando se gana un título, también pasa por tener que hacer de polis malos y abstraerse de ciertos sentimentalismos para pensar en el medio y el largo plazo. Tomar decisiones. Por duras e impopulares que estas sean.

La historia también está llena de equipos que, contra todo pronóstico, lograron aprender a competir sin sus grandes estrellas y referentes. El Liverpool ganó la Copa de Europa justo tras la marcha de Owen. España sin Raúl vivió su mejor época. El Barça de Guardiola nació tras largar a Ronaldinho. Y aunque no sea popular decirlo, el mejor resultado de la Roma en Champions (semifinales) llegó justo en el año de la retirada de Totti, tras 25 campañas de romanista. No quiere decir esto que ellos fueran los responsables de no ganar, al contrario, pero también parece lógico pensar que no siempre supone el fin del mundo. Es más, en ocasiones puede servir para espolear a jugadores que permanecían a la sombra o que no se atrevían a dar un paso adelante cobijados por la presencia de esos tótems.

Lo que sí considero demencial es esa gerontofobia extendida cada vez en más clubes. Esa ley no escrita por la que no se renueva a jugadores que ya hayan pasado los 30 por más de una temporada, independientemente de sus prestaciones y condiciones, por pura política de club. Solo mirando el DNI. Y, en cambio, se ficha luego a futbolistas frisando la treintena con contratos de hasta cuatro y cinco años de duración. Los tiempos han cambiado y, con ellos, la durabilidad de muchos grandes deportistas que han sabido cuidarse y no han sufrido lesiones de gravedad. Que la carrera de un futbolista esté acabada a los 30 es un mito que convendría ir desterrando.

3. La Afición

“Todos te quieren cuando estás muerto”. O retirado, en su defecto. Mucha parte de la afición en estos casos tiende a posicionarse siempre en los extremos, producto de la tensión que se origina durante estas negociaciones. El aficionado parece el hijo de unos padres divorciados que tienden a sobrecompensar en busca cada uno de su favor y de su afecto. Solo parece que existan dos posiciones aceptables que tomar al respecto: contrato vitalicio para el jugador (“con todo lo que nos ha dado”) o jubilación anticipada en cuanto cumpla los 30 (algunos cornetas del apocalipsis llevan anunciando el fin de Modric desde 2014). El término medio siempre brilla por su ausencia. Solo el tiempo y cierta distancia acaban uniendo pareceres.

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Al final lo que termina ocurriendo es que, del mismo modo que nunca supimos lo que le decía Bill Murray a Scarlett Johansson en aquel inaudible susurro en ‘Lost in Translation’, nadie sabe lo que realmente se dicen a solas ni cuánto se quieren de verdad las partes implicadas, club y jugador. Probablemente ni los propios protagonistas lo sepan. De algunas despedidas siempre tendremos tan solo una visión parcial. Nos toca a nosotros imaginar el resto.

Al final lo que termina ocurriendo es que, del mismo modo que nunca supimos lo que le decía Bill Murray a Scarlett Johansson en aquel inaudible susurro en ‘Lost in Translation’, nadie sabe lo que realmente se dicen a solas ni cuánto se quieren de verdad las partes implicadas, club y jugador.

Y a mí en esto, como en tantas otras cosas de la vida, me gusta la teoría de Holden Caulfield:

Me he ido de un montón de sitios sin darme cuenta siquiera de que me iba. Y me revienta. No me importa que sea una despedida triste o que sea una despedida desagradable, pero cuando me voy de un sitio me gusta saber que me voy. Si no, te da más pena todavía.

Que duela.

 

*¿Te ha gustado? Este artículo forma parte de la edición 37 de Líbero. Suscríbete para recibir los regalos del pack y así apoyas a que Líbero pueda seguir publicando artículos como este.