Texto Pablo Moro.- Hace unos meses, el escritor Pablo Texón, que ya ha demostrado su talento alguna que otra vez en estas páginas, cometió la tremenda imprudencia de invitarme a presentar su último libro, una recopilación de sus poemarios, textos en prosa, traducciones y letras de canciones, a la que puso el título de Media Vida. Ya antes de recibir su invitación me había enterado del lanzamiento y me había quedado maravillado con lo acertado de ese título. La cosa tenía que ver con que el libro se publicó coincidiendo con los 40 años de su autor y parecía, pues, una suerte de repaso de esa primera mitad de la existencia que suele colocarse, porque los datos de esperanza de vida permiten el optimismo, cuando uno alcanza las cuatro décadas. Supongo que me emocionó y me sentí identificado porque somos de la quinta, y meses después -es decir, ahora- me tocaría a mí hacer ese repaso. Hay fechas que uno nunca acaba de imaginar del todo. La de cumplir 40 es una de ellas. Y yo lo haré en el mismo trimestre en que tú, amigo lector, que estás leyendo estas líneas.
Hay fechas que uno nunca acaba de imaginar del todo. La de cumplir 40 es una de ellas. Y yo lo haré en el mismo trimestre en que tú, amigo lector, que estás leyendo estas líneas.
La estupenda, elegante y erudita pasión de Texón por el fútbol me sirvió, en aquella presentación, como eje para articular un discurso comparativo entre esa primera mitad del partido vital y los 15 minutos de descanso en el vestuario. Es lógico que ese libro fuera una recopilación, un repaso, una revisión y se titulase Media Vida, porque nadie que cumpla 40 años puede evitar mirar atrás sin preguntarse si lo que ha hecho tiene algún sentido, si ha sido capaz de aportar algo al equipo, si debe cambiar su forma de jugar para la segunda mitad, mover alguna pieza que mejore el juego, que sorprenda a ese rival llamado tiempo y le permita conseguir un mejor resultado o aguantar el que tiene, si es positivo, para el resto de lo que quede en el campo. Cuando uno está a punto de cumplir 40 años el cerebro se convierte en un vestuario azulejado, húmedo y salpicado de trozos de tierra y hierba donde un entrenador con mala leche repasa lo ocurrido en la primera parte, mientras cuesta recuperar, cada vez más, la respiración y, eso sí, el corazón se calma.
Cuando uno está a punto de cumplir 40 años el cerebro se convierte en un vestuario azulejado, húmedo y salpicado de trozos de tierra y hierba donde un entrenador con mala leche repasa lo ocurrido en la primera parte
Ahí están las oportunidades perdidas y las aprovechadas, los pequeños logros cotidianos y las amarguras. Pero sobre todo, en ese descanso, está la oportunidad de cambiar, de ser mejor. Y eso es una suerte. Para terminar mi intervención en la presentación del libro de Pablo conté una pequeña anécdota familiar. Una de esas que se recuperan en casi todas las comidas en las que nos reunimos a reír y a echar de menos. Uno de mis hermanos mayores jugó durante toda su infancia en las categorías inferiores del Real Oviedo. Un día, en un partido de la categoría de infantiles, el árbitro pitó el final de una primera parte desastrosa y los niños se dirigieron al vestuario con la cabeza baja y jurando entre dientes. Uno a uno fueron sentándose en los bancos de madera de pintura carcomida mientras su entrenador esperaba en la puerta a que acabara de entrar todo el grupo. Nadie se atrevía a decir nada. Alguno lanzó enfadado sus espinilleras contra el suelo siempre húmedo. Me ahorraré, porque bah, el nombre del entrenador que una vez sentados caminó en completo silencio sin apenas hacer un gesto o una mueca de desaprobación hacia la pared del fondo donde colgaba una pequeña pizarra. Nada de gestos histéricos ni gritos.
Yo, la verdad, si me preguntan por mi entrenador favorito de todos los tiempos, tengo claro qué nombre darles.
Al contrario. Con parsimonia, con una tranquilidad que otros tildarían tal vez de pasotismo, agarró una tiza estiró el brazo y comenzó a escribir en la pared una de esas frases que el fútbol deja de vez en cuando para la historia. El míster, genio, escribió: “Putas mierdas: (La hilaridad absoluta en la sobremesa familiar llega cuando recordamos el primer nombre que figuró en ese maravilloso catálogo de la infamia) -Moro”. Al apellido de mi hermano le siguieron unos cuantos más conformando una fabulosa lista de niños que, en fin, métodos aparte, salieron en la segunda parte a “comerse el prao” y dar lo mejor de sí mismos. Ya se sabe que los caminos de la psicología son inescrutables. Y los de la corrección política. Yo, la verdad, si me preguntan por mi entrenador favorito de todos los tiempos, tengo claro qué nombre darles. Así que ahora que estoy a punto de cumplir 40 no dejo de acordarme de aquel vestuario y de aquella pizarra. Porque lo único que tememos todos es estar en esa lista. Aunque aún quede tiempo para mejorar en la segunda parte, no sabemos cuándo al mister, al de verdad, le va a dar eso que llaman un ataque de entrenador y nos va a cambiar entre los pitos de una afición sin memoria justo cuando íbamos a empezar a dar lecciones. •