'MI CAMPO, MI CASA'. Por Enrique Ballester

Primero por afición y luego por trabajo. En el estadio he llorado y he reído. He comido y he bebido. He meado y he cagado. He sido absolutamente feliz y he pasado verdadero pánico. He disfrutado y he sufrido. Me he enamorado. De todo menos follar y morirme. De momento, aún hay tiempo. Sobre todo para morirme.

Enrique Ballester.- De todo menos follar y morirme. La primera vez que fui a un campo de fútbol, al estadio Castalia en mi caso, el estadio de mi ciudad para lo bueno y lo malo, me quedé dormido. Al menos eso cuentan mis padres, porque yo no recuerdo nada. También cuentan que el césped estaba en mal estado y alguien decidió pintarlo para que por la tele se viera bonito. Pintarlo, tal cual, con pintura verde. Cuentan también que por la tele no se vio bonito, más bien al contrario, porque la pintura era brillante y se reflejaba a la luz de los focos. Vivimos rodeados de genios. Aprender eso en tu primera vez en el estadio no es poco.

«Para un niño futbolero es un asunto clave. El fútbol te atrapa o te deja de atrapar en esa experiencia vital en el campo. Uno suele entrar de la mano de su padre y, con suerte, puede repetir décadas después de la mano de su hijo».

La primera vez me quedé dormido pero la segunda abrí bien los ojos. De la segunda no hace falta que me cuenten nada. Tenía seis años y recuerdo perfectamente la emoción, y la emoción lo es todo. Para un niño futbolero es un asunto clave. El fútbol te atrapa o te deja de atrapar en esa experiencia vital en el campo. Uno suele entrar de la mano de su padre y, con suerte, puede repetir décadas después de la mano de su hijo. Uno suele sentir una extraña mezcla de fascinación y miedo, de niño. Pero es un miedo adictivo. No es ese miedo de oh, qué horror, no quiero volver a vivir algo así jamás en mi vida. No. Es ese miedo de lo novedoso, lo ruidoso, lo incontrolable. Es un miedo que dices, eh, quiero volver otra vez y otra vez, quiero volver en cuanto pueda para entender todo esto, para conocer las claves y hacerlas mías, para entender los sonidos del estadio en un día de partido. Los gritos y los aullidos, los cánticos y las palmas y los goles y su estruendoso estallido. Un rito iniciático a la vida adulta. Una pasión que te atrapa y te domina.

TERESA ALEDO» Ilustración que acompaña el texto de Ballester en Líbero 37.

El estadio se convirtió en mi segunda casa. Primero con padres y luego sin padres, ya con amigos. Primero por afición y luego por trabajo. En el estadio he llorado y he reído. He comido y he bebido. He meado y he cagado. He sido absolutamente feliz y he pasado verdadero pánico. He disfrutado y he sufrido. Me he enamorado. He llevado hasta apuntes para estudiar, en el acto más optimista que se me ha ocurrido. En el estadio he escrito crónicas y he hecho entrevistas. He estado en el palco, en el vestuario y la sala de prensa, y he podido incluso jugar algún partido. De todo menos follar y morirme. De momento, aún hay tiempo. Sobre todo para morirme.

«En el estadio he llorado y he reído. He comido y he bebido. He meado y he cagado. He sido absolutamente feliz y he pasado verdadero pánico. He disfrutado y he sufrido. Me he enamorado».

Castalia me parecía un estadio feo cuando era niño. Mucho cemento, mucho gris, no sé, lo típico. Me parecía feo pero daba igual, porque era el mío. Con el paso del tiempo le he cogido cariño. Un amigo de otra ciudad, Sergio Cortina, de Oviedo, me dijo un día sin venir mucho a cuento que Castalia le parecía bonito. Me sorprendió, porque no lo había pensado nunca. Y a partir de entonces lo miré con otros ojos, y es verdad, es bonito. Mi estadio es bonito. Nuestro estadio es bonito. Porque el fútbol es eso, un viaje constante del yo al nosotros. Castalia es una bañera italiana. Agua caliente que hierve en los momentos elegidos. En los días grandes yo he escuchado latidos. En los días grandes el agua se desparrama y la grada se funde con el césped. Yo ahora mismo a Castalia no lo cambio por nada. He estado en los campos de fútbol más grandes de este país. Del pasado y del presente siglo. Y a Castalia no lo cambio por ninguno.

Lo curioso es que fueron los de fuera los que me ayudaron a valorarlo. No solo Sergio. Una mañana de 2015, soleada pero fresca, entrevisté al entonces nuevo entrenador, Kiko Ramírez, sentado en el banquillo. Kiko Ramírez conocía Castalia por su pasado como jugador y me confesó que no le gustaba un pelo, que la semana de ir a Castelló a jugar no era la mejor del año, precisamente. Para el visitante era un riesgo y una molestia de partido. El estadio incrustado en un barrio conflictivo. La gente muy encima. Las callejuelas y los pisos. La acústica rotunda de la Tribuna. La angustia del túnel de vestuarios. Me contó todo eso como quien confiesa un miedo antiguo, y también lo contento que estaba porque ahora podía aprovechar todo eso a su favor, y no como castigo.

«El estadio incrustado en un barrio conflictivo. La gente muy encima. Las callejuelas y los pisos. La acústica rotunda de la Tribuna. La angustia del túnel de vestuarios». 

A veces buscamos por ahí un sello de autenticidad balompédica. Yo mismo he ido a Inglaterra a estadios de medio pelo, a ver partidos de categorías inferiores, a sentir el fútbol de 'verdad', el genuino. Y estaba tan ciego que no entendí que en mi casa estaba lo natural y legítimo. Estaba lo que importa. Lo que explica lo que somos con tino.

En los días extraños de la pandemia más dura encendía la tele cada domingo, pero no era lo mismo. El fútbol era otro deporte, uno incompleto con los estadios vacíos. •

*Este artículo está publicado en la edición 37 de Líbero. Apóyanos para que podamos seguir publicando estos texto suscribiéndote AQUÍ.