Supersticiones, filias, fobias y rutinas del madridismo en las finales europeas

«Grabo el partido, me aíslo en mi despacho con unos cascos que me proporcionan buena música (el estilo depende del día) y pongo el teléfono en silencio. Solo lo veré si ganamos, y los míos sólo me pueden interrumpir si la diferencia a favor del Real Madrid es tan amplia como irreversible». Por el periodista Joaquín Estefanía.

Joaquín Estefanía.- Me llamó la directora de un medio de comunicación, que me había oído contar mil veces lo de los triunfos de Ámsterdam (Mijatovic), París (Raúl) y Glasgow (Zidane) en directo, para que le escribiese de la final de Lisboa. “No voy”, la contesté y le expliqué por qué. Cuando acabé, se quedó en silencio un segundo y me dijo: “Muy bien, entonces escribe por qué no vas a Lisboa”.

Obvié los aspectos más particulares de mi ausencia, relativamente subsanables, y escribí en el ordenador: aunque quiero, no puedo olvidar que soy economista y que al tomar las decisiones importantes en mi vida asumo el cálculo de probabilidades, que indica en este caso cómo se multiplica la dificultad de que un equipo gane todas las ocasiones seguidas en las que juega una final. Cuando volví en mayo de 2002 de Escocia con el gol de Zizou en el zurrón de la memoria, pensé: no debería tentar la suerte de nuevo. Así que en esta ocasión lo resolví desde que el Madrid eliminó al Bayern: no iré a Lisboa por el bien de los merengues. Incluso gestioné algunas entradas para gente muy cercana, pero nunca para mí mismo. Me alegro: me equivoqué y el Real Madrid venció también a las probabilidades.

Una vez asumida la ausencia, sin duda lo más difícil, preparé la misa negra de las grandísimas ocasiones: tampoco vería el partido en directo, ni en mi abono del estadio Bernabéu a través de pantalla gigante, rodeado de quienes todo el año disfrutamos juntos en la grada alta, lateral este del viejo Chamartín, ni en la televisión, con los amigos o mi familia. Esto ya lo llevo haciendo unos años, conforme la edad ha debilitado el sistema nervioso y mi corazón. Grabo el partido, me aíslo en mi despacho con unos cascos que me proporcionan buena música (el estilo depende del día) y pongo el teléfono en silencio. Solo lo veré si ganamos, y los míos sólo me pueden interrumpir si la diferencia a favor del Real Madrid es tan amplia como irreversible. Esta temporada lo he hecho tres veces: la final de la Copa del Rey contra el Barça (nadie me interrumpió y vi el prodigio de Bale en diferido, rodeado de gente que me avisaba: “Mira, mira, no te distraigas”) y el partido de vuelta en Baviera contra el Bayern de Múnich (Ana, mi mujer, abrió la puerta cuando ya iban 0-3, y no me la creía). Atlético de Madrid-Real Madrid, Lisboa, 24 de mayo de 2014. A las 20.45 cierro las ventanas a la realidad. Me pongo estupendo y escucho en la minicadena, a través de los mismos cascos aislantes que llevan los pilotos en los aviones, a Jacqueline Du Pré tocando en el chelo a Elgar, Dvoràk, Franck,… No arriesgo: ya me ha acompañado en otros momentos especiales y me ha relajado mucho. Y releo, con el grado de atención que puedo, lo mejor de García Márquez: el cuento ‘María dos Prazeres’, de los ‘Doce cuentos peregrinos’. A las 22.30, con el corazón retumbando, enchufo el ordenador. Mala señal: nadie ha abierto la puerta ni para llamarme a cenar. Todavía no ha acabado el partido, pero el Real Madrid pierde 1-0 y apenas quedan unos minutos. Los periódicos digitales todavía no han indicado que el árbitro ha prorrogado el partido cinco minutos.

Comienzo a prepararme para lo peor, esa tristeza irremediable de lo grande que estuvo al alcance y se perdió para siempre (unos días antes, la Copa de Europa de baloncesto, contra el Maccabi). Y de repente, la casa estalla en una algarabía. Conozco con seguridad que es un gol del Real Madrid (luego supe que era el de Sergio Ramos) porque la finca es muy madridista. No en vano vivió en ella el gran Pancho Puskas los años en que estuvo en España.

No puedo más y, créanlo bajo palabra de honor: prefiero volver otra vez al nirvana. Calculo: prórroga de media hora y en el peor de los casos, penaltis, otra hora al menos. Apago el ordenador y ahora escucho a Bruce Springsteen, que es mucho más gritón. Cierro los ojos, no puedo leer nada, pero logro no enterarme de lo que está sucediendo en Lisboa hasta que se abre la puerta y Virginia grita “¡3-1”, 3-1 y está a punto de acabar!”.

Todavía llegué a ver en directo el penalti de Cristiano. Después, algo de pospartido y las reacciones eufóricas de mi alrededor. Y ya de madrugada, después de un año y nueve semanas menos un día sin fumar, hice la excepción: agarré un Siglo VI de Cohiba y lo saboreé con los goles de Sergio, Bale, Marcelo y Cristiano. ¿Se puede estar nervioso conociendo el resultado? Se puede.

¿Lo que más me ha gustado de esta experiencia? El gol de Sergio Ramos y el maravilloso artículo que escribió en El País dos días después un colchonero como Ramón Muñoz, titulado ‘El Atleti reivindica a Pessoa’ (“Si alguien quiere escribir mi biografía atlética puede hacerlo igual de cabalmente. Sólo tiene dos fechas. La de mi primer grito celebrando un gol del Ratón Ayala en el Bernabéu, en mi bautizo futbolero, siendo crío. Y la de la amarga noche de Lisboa”), tan bueno que por un momento casi deseé otro resultado.

¿Lo que menos? La sobreactuación de Ronaldo en el cuarto gol, la foto de Florentino Pérez abrazando a Aznar (¡qué error!: algún día formará parte de alguna película o de la portada de un libro sobre el “capitalismo de amiguetes”), y que el cálculo de probabilidades hace todavía más difícil que en el futuro pueda celebrar la undécima en el campo, so pena de perjudicar a mi equipo. Pero que me quiten lo bailao.