*Texto Sergio Cortina Fotografía Diego Crespo.- Sábado por la mañana en Langreo. Mientras los portones metálicos del Nuevo Ganzábal redoblan por la lluvia y nos cagamos de frío junto a uno de esos campos sintéticos que son una pura París-Roubaix para las articulaciones, lo entendemos todo. Es decir, sabemos perfectamente a lo que vamos: estamos en la cuenca minera asturiana para entrevistar, el ídolo de la Premier League que pelea por resucitar su tobillo y su carrera desde la Tercera División, pero ahora comprendemos por qué. Al fondo aparecen Neil, Kevin, Michael y Alfred, cuatro galeses talludos con la camiseta del Swansea marcando tripa y la cerveza en la mano. No son obreros emigrados porque los años de bonanza industrial en una de las zonas con más paro de Asturias se pierden ya en el valle del tiempo. Han venido aquí por otra razón. Llevan media hora cantando a coro “we will Michu”. Han hecho 2.000 kilómetros hasta un agujero perdido en el norte de España solo para ver a un ídolo que ya no juega en su equipo y en abril volverán con 40 locos más para apoyarle en el tramo final de liga. “Llegué a casa después de comer y mi madre que los había visto me dice: me alegro de que hayas dejado un buen recuerdo”. Cuando Michu acaba de pronunciar esta frase no sonríe de satisfacción como si acabase de levantar la Champions League, pero casi.
Miguel Pérez Cuesta (Oviedo 1986) disputó su último partido en la Europa hace un año y medio. Un Young Boys-Nápoles de Europa League fue su último servicio y entonces su tobillo derecho gritó basta. Aquella penúltima parada sucedió en el Wankdorf Stadium de Berna, uno de esos coliseos modernos y funcionales, tan alemán que uno no sabe si dentro fabrican centros con rosca o chips para móviles de última generación. Ahora se cambia en un vestuario muy parecido al del polideportivo de tu pueblo. Su nombre está escrito a bolígrafo en un trozo de esparadrapo bajo la percha. El escenario es muy diferente, pero al protagonista no parece importarle lo más mínimo el cambio mientras haya tres puntos en juego. “Lo único que buscaba aquí era competir después de muchísimos meses sin hacerlo y esta no deja de ser una categoría donde hay puntos, un árbitro y un rival. Recuerdo competir todos los días de mi vida en cualquier faceta. Tengo recuerdo de haber estropeado algún teléfono por haber perdido alguna partida en internet con algún colega al Scrabble. Mi cabeza no acepta rendirse y por eso estoy aquí”.
Tras los titulares con épica de baratillo y los memes, la pregunta que se hacen los que admiran a Michu es si volverá algún día al fútbol profesional. Los que le quieren, su familia y sus amigos, van más allá. ¿Aguantará el tobillo? ¿Y si alguien lo destroza para siempre en algún campo de Tercera? Un viejo compañero suyo no oculta la tristeza por ver trotar en campos regionales a un futbolista de su calidad en los mejores años de su carrera deportiva. En cambio él, en un ejercicio de fe y personalidad raro en el fútbol, ha sido capaz de regatear los miedos y darle la vuelta a la tortilla emocional. “No tengo miedo a volver a lesionarme. Si tengo que entrar por una pared entro y después ya pienso en las consecuencias de ir al hospital a que me cosan la cabeza. Voy con todo en cualquier categoría y si me lesiono, me lesiono, pero he aprendido a convivir con ello”.
Tenemos suerte. Estamos en Ganzábal justo para presenciar un partido icónico. Michu juega contra el Vetusta, el equipo filial del Real Oviedo, donde se dio a conocer hace ya 16 años. Un aficionado habitual de los entrenamientos afirma que para Tercera va sobrado, que ojalá tuvieran tres como él para jugarse el ascenso. El Unión es segundo, peleará por subir a Segunda B y contra el filial oviedista necesita los tres puntos para meter presión al primer clasificado. Michu juega al trote, con su desgarbo habitual, por momentos parece que hasta cojea, pero enseña el carnet de identidad en el primer balón nítido que controla. Encara en la frontal, levanta la cabeza y con el interior de la bota zurda coloca el balón en la cepa del poste. 1-0 y arranca su clásica celebración con la mano en la oreja. El juego, tan trabado como cabe esperar de un día lluvioso de Tercera, ofrece pocas concesiones al lujo pero aun así Michu encuentra un par de aperturas de calidad y un taconazo frente a la defensa que lleva la alegría a la grada. El Vetusta aprieta y empata, la grada acaba gritándole borracho al línea y Michu con amarilla y dos puntos menos. Su cara de pocos amigos en el túnel de vestuarios cuando los galeses vuelven a pedirle la enésima firma lo dice todo. Hablábamos de amor por el juego. “Para mí era un partido especial, porque enfrente no deja de estar la camiseta de mi equipo. Jugar contra los críos de la cantera es diferente. Pero al final me robaron dos puntos y no me fui muy contento para casa”.
El asturiano comenzó a entrenar con el Langreo en verano, mientras aún pertenecía al Swansea. Para resucitar escogió el equipo donde entrena Hernán, su hermano. Intentó regatear a la prensa presentándose el segundo día de pretemporada pero fue en vano. Desde que juega en Langreo el goteo de medios, muchos británicos, es incesante. Dan fe los galeses, a los que un medio local les ha liado para que envíen unan cuantas fotos. La expectación no era para menos, un internacional con ofertas de varios equipos de Primera en España e Inglaterra se amarraba las botas en el infrafútbol asturiano. Pero el objetivo de Michu no es montar el circo para conseguir un buen contrato en cualquier parte, está en casa para curarse. “Me voy a la cama siempre con la esperanza de que al día siguiente no me duela, porque me sigue doliendo y creo que la molestia seguirá ahí prácticamente toda la vida. Pero un día me desperté, decidí aceptar que a lo mejor no se curaba y tuve que aprender a convivir con el dolor e intentar subir el nivel”.
Cuando algo se rompe por dentro, la cabeza le hace una foto al momento más doloroso y te la muestra durante el resto de tu vida. Michu recuerda el momento exacto de su lesión. “Estaba en Swansea recuperándome del esguince en el tobillo izquierdo que me había hecho en el derbi contra el Cardiff. Ya andaba bien pero un día, después de entrenar por la tarde, empecé a notar mucha molestia en el derecho. No tenía ninguna patada porque no estaba entrenando con el grupo pero ese dolor no se fue nunca más”. A partir de ahí pisó más camilla que césped. Soportar un pinchazo tras otro, decir hola al ácido hialurónico y a los factores de crecimiento. Sufrir tres operaciones que le han vaciado el tobillo hasta dejarlo prácticamente sin hueso. Y despertarse cada mañana con la maldita molestia. “Es muy frustrante para un futbolista, seguramente lo peor que te puede pasar, pero un día decidí que no quería operarme más, sino aceptar ese dolor y empezar a dar lo mejor de mí durante el tiempo que me quede”.
Antes de regresar a casa, cruzando su camino con el de miles de asturianos a los que la región les ofrece entre poco y nada, el internacional llevaba casi dos años sin competir con normalidad. Un año y medio de quirófanos y sesiones de terapia con la almohada. En esa carrera de fondo en la que los avances son imperceptibles el tobillo sufre pero la mente mucho más. “Hubo días muy complicados. Sobre todo para mi cabeza, que no acepta no poder estar al nivel de los compañeros. Yo sin competición no puedo vivir. Me acuerdo de estar en Nápoles y sentir una frustración terrible porque el dolor, mucho mayor que ahora mismo, no me dejaba trabajar con los compañeros. Era frustrante llegar al hotel y saber que al día siguiente diese lo que diese no podía estar al nivel del resto”.
En todo este proceso de caída y superación ha sido vital el apoyo de su familia. “Al final estar en casa y sentir el cariño de toda la gente por la calle en Oviedo me aporta muchísimo. No podré devolver todo el cariño ni agradecer todos los mensajes para darme una palabra de aliento en estos momentos difíciles desde cualquier parte del mundo”. Una pieza clave en ese proceso es Jose Luis Pérez, su padre y representante. Cualquier aficionado atento le habrá visto siempre junto a su hijo en las gradas de medio mundo. Estaba en El Requexón al comienzo y en cualquier viaje del Oviedo. En Vallecas, en Swansea y también en Langreo. Después del partido le espera a la salida del vestuario, montan en un BMW blanco y enfilan para Oviedo. Como hace diez años.
LOS AÑOS DE BARRO
Para entender dónde vamos hay que saber de dónde vinimos, y Michu viene del barro. Nació en Oviedo y con el equipo de la ciudad manchó los pantalones durante cuatro temporadas a principio de década. Dos en Segunda B y otras dos en Tercera. Cumplió su sueño de ascender y ser capitán en un Carlos Tartiere repleto pero antes de todo eso estuvo 2003. Cuando el Real Oviedo se despeña de Segunda división a Tercera, la mayoría de futbolistas abandona el barco. La plantilla, con Oli y Losada a la cabeza, denuncia al club por impagos e incluso el Ayuntamiento trata de enterrar al club creando un nuevo equipo para la ciudad cuyo objetivo es liquidar al moribundo. El presidente Manuel Lafuente en los despachos y Antonio Rivas en el banquillo fabrican una plantilla en tiempo récord. Entre los juveniles con los que cuentan está Michu, pasaje que él recuerda como un cúmulo de casualidades. “Nuestro sueño en juveniles era jugar con el primer equipo, al final pudimos hacerlo varios y fue reconfortante. Lo cierto es que a mí me coincidió una época mala, a lo mejor si nos toca con el Oviedo al máximo nivel muchos futbolistas no habríamos llegado”.
Aquel Michu de 16 años era tan diferente al actual que él mismo recuerda aquellos años salvajes en tercera persona. “Yo soy un tío que tiene muchos problemas para hablar en público. Exponiendo trabajos en el colegio muchas veces me mareaba por los nervios, me tenían que dar un chocolate o me tenían que sentar”. ¿Cómo es posible que te pongas nervioso exponiendo un trabajo delante de compañeros a los que ves todos los días y vivas tranquilo frente a 30.000 fanáticos? Su explicación es clara: “Estoy un poco jodido de la cabeza”. La transformación, claro, llegaba más bien por su calidad nítida sobre el campo. Las dos caras del personaje, Jekyll y Hyde, brotan el día en que marca su primer gol al Siero. “Fue el día más feliz de mi vida. Salgo frente a 14.000 espectadores, con 0-0, en un partido que el Oviedo tenía que ganar sí o sí y meto el gol. Me acuerdo que vino Kily a celebrarlo conmigo y lo primero que pensé es que tenía que hablar en rueda de prensa. Luego le dije a Vili (el delegado) que no me preguntasen mucho porque me ponía muy nervioso”.
Michu conectó con los aficionados desde el primer momento. Con el equipo a cinco minutos del funeral y sin nada que echarse a la boca salvo la bufanda, un canterano con clase lo era todo. Pero había algo más en la ecuación, enganchó porque era uno de ellos. Cuando acudía de crío al viejo Tartiere con el resto de infantiles, era uno de ellos; cada vez que no podía jugar con el primer equipo, era una garganta más en la grada. “Cuando no podía jugar, siempre estaba animando en el campo. Yo creo que ellos vieron ese cariño que le tengo al Real Oviedo cuando mucha gente se fue tras descender el equipo pero yo me quedé. Luego tuve la suerte de salir muchas veces de capitán con la grada llena mientras sonaba el himno, y esa es la sensación con la que había soñado desde que era niño. Ser capitán en el Tartiere”.
Y en 2005 llega el ascenso en Ávila para escapar de los barrizales. “Estábamos tarados de la cabeza, cantando canciones de Symmachiarii, de los ultras, en la habitación con Cervero, con Jandro... Todo para calmar la tensión porque estábamos más nerviosos que nadie. Teníamos una responsabilidad terrible y yo era muy joven, pero me coincide marcar el 0-1 de falta con aquella grada repleta y fue enorme”. Tan joven era que se perdió la vuelta de aquel partido, puro trámite tras el 1-5 de la ida, por culpa de los exámenes de Selectividad. “No pude estudiar mucho porque durante toda la semana no pensábamos en otra cosa que celebrar el domingo y dejar al club donde se merecía”. Tras un año de transición en Segunda B, el segundo año fue desastroso. El Oviedo desciende a Tercera, en esta ocasión por méritos deportivos, y Michu vive la temporada más difícil de su carrera y seguramente la que más le curte como futbolista. “Yo tenía que seguir mi carrera y me fuí a Vigo”.
EL TREN QUE NUNCA LLEGÓ A GIJÓN
En el Celta firma un buen contrato y aunque disputa muchos minutos, nunca acaban de apostar por él como pieza esencial del proyecto. Entonces llega la oferta para jugar en Primera... Pero en el eterno rival. “Fue una semana jodida en la que hasta perdí peso. No dormía bien y hablaba con muchísima gente, con amigos del Oviedo y del Sporting, con la familia... La oferta del Sporting era muy buena, me solucionaba la vida y aunque yo nunca he pasado problemas tampoco venía de una familia multimillonaria. Para un chico de 20 años era mucha responsabilidad”. A Michu le seduce horrores la idea de trabajar con el fallecido Manolo Preciado, en palabras del protagonista “un fenómeno”, que apuesta por él como le comunica por teléfono. Finalmente pudieron más los colores. El sueño de ese niño es la Primera División, pero ese niño es del Oviedo cerrado. "No estaba convencido al 100% y creo que con lo oviedista que soy no hubiera sido feliz en el Sporting, pero esa decisión me permitió después jugar en tres de las mejores ligas del mundo: Liga, Premier y Serie A. Visto así la decisión no fue mala”.
A Michu se le ilumina la cara cuando habla del Rayo. Pero no solo del equipo sino del barrio y la afición. En Vallecas marca 15 goles, consigue la permanencia con mucho sufrimiento y enseña su carta de presentación al mundo. Son años de éxito individual pero de aquellos años recuerda a una persona. “José Ramón Sandoval apostó por mí a ciegas. Es un tarado como yo y salió bien”. El mediapunta ovetense llega a un equipo fabricado como se fabrican los equipos en Vallecas, a retales, y en esa banda de orillados la rompe. “Nos toca el primer partido en San Mamés y durante la semana faltaba un delantero para un partido de entrenamiento en Vallecas. Ese día juego arriba y meto cinco goles, Sandoval se vuelve loco y me dice que el domingo siguiente juego en punta en Bilbao. Me toca marcar a Llorente y en cada falta o córner en contra estaba cagado por fallar y que no me pusieran más. Pero empatamos, me sale buen partido, y a partir de ahí empiezo a meter goles, a conseguir puntos para el equipo y todo va sobre ruedas”. Ese mismo año compra el billete para un viaje muy especial a la cuna del fútbol.
“Inglaterra era un cambio muy grande pero suponía seguir creciendo como profesional. Era conocer otra cultura, además me ofrecieron un contrato muy bueno que me daba la oportunidad de trabajar con uno de mis ídolos, Michael Laudrup, un fenómeno como persona y entrenador”. En Swansea todo marcha. Guarda tan buen recuerdo de la ciudad que no duda en vendernos durante cinco minutos las bondades de sus playas, su vida nocturna en época universitaria y el cariño de la afición. Incluso cuando recuerda que los entrenamientos eran en un gimnasio municipal lo hace con una sonrisa en la cara. Michu es un pelotazo irresistible en el Liberty Stadium. Aterriza con un 0-5, mete 22 goles y además de conseguir la permanencia levanta la Copa en el año del centenario. Luego Europa, jugar en Wembley... Todo era seguir creciendo, pero se tuerce el segundo año con la lesión. “Allí fui muy feliz, el primer año fue la mejor temporada de mi carrera. Meter 22 goles, ganar el primer título en la historia del club, jugar en Europa para un club tan humilde fue todo un logro. Me dieron tanto cariño que es imposible devolverlo”.
LA SELECCIÓN
Hay una anécdota sobre la convocatoria de Michu con la selección española en 2013 que le define como futbolista y como persona. La explica el periodista Sid Lowe en el libro 'Un derbi solidario'. Aquel domingo de octubre la llamada del seleccionador Vicente Del Bosque coincide con la victoria del Oviedo en Luanco, en un partido intrascendente de la séptima jornada en Segunda B. Suena el teléfono de Diego Cervero, delantero del Oviedo y amigo de Michu desde la infancia, y la respuesta es clara. “¿Te convocan para la selección y me llamas a mí para darme la enhorabuena? ¡Tarado!”. El futbolista del Swansea acude a la llamada nacional para suplir la baja de David Villa, aunque la cosa no sale bien. “Me quedó la espinita después de aquel día. Me coincidió un partido difícil contra Bielorrusia con cinco atrás, yo de delantero, con apenas un par de días de entrenamiento. Estoy muy agradecido al seleccionador pero no me salió bien. Eso sí, en aquella convocatoria pudimos conseguir matemáticamente la clasificación para Brasil y aportar mi pequeñísimo grano de arena al mejor equipo del mundo es de lo mejor que he hecho en mi carrera”.
Mientras tanto disfruta de la buena marcha del Langreo, pone a prueba su físico y pelea junto a su hermano en el difícil reto de regresar a Segunda B. Y de paso, descubre un nuevo rol para un tipo al que el aire de Peter Pan nunca le ha abandonado: el de hermano mayor en el vestuario. “Ahora soy de los más veteranos del vestuario e intento aconsejar a los chavales. Yo tuve su edad y para los que salen de juveniles esto no deja de ser un equipo grande y van a pelear por volver a Segunda B, que es una categoría casi profesional. Intentan aprender de mí y yo hablo mucho con ellos. De aquí me voy a llevar muchos amigos y saben que me voy a partir la cara y el tobillo por ellos porque para mí es un orgullo estar aquí compitiendo con el equipo”. Cuando le preguntamos si se siente un tío afortunado en Langreo, sonríe y nos dice que hoy sí. Que toca entrenamiento y ese es el mejor día de la semana.
*entrevista publicada en marzo de 2016. Portada de nuestro número 16.