Fotografía Teresa Suárez Zapater
Guillermo Rivas Pacheco.- Del barro y las tanganas del fútbol medieval inglés a los regates de Neymar con la zamarra del catarí Paris Saint-Germain hay una brecha enorme entre el deporte que nació del pueblo y su mercantilización a nivel global. El periodista francés Mickaël Correia recoge en su libro ‘Una historia popular del fútbol’ (editado por Hoja de lata, en castellano y Tigre de paper, en catalán) el fútbol construido desde abajo, en las fábricas de Blackburn y las favelas de São Paulo. Un prisma que se aleja de los grandes personajes y de los onces tipo de la FIFA, para ensalzar cada uno de los momentos en los que el fútbol fue un motor de cambio político.
Para este hijo de portugueses instalados en Roubaix, la capital del ciclismo francés, fútbol rima con domingos en familia y partidos con amigos, pero tambien con la conciencia obrera del Red Star parisino y los goles de Jean-Pierre Papin. Su historia del fútbol es, por lo tanto, el relato de una clase obrera que busca mejorar su vida pegándole patadas a un balón. Por sus más de 500 páginas de historia, el libro de Correia analiza el imaginario futbolístico de la izquierda, recordando a mitos como Maradona o el Corinthians de Sócrates; y recuperando otros: desde las luchas anticoloniales en África, la figura del hincha durante las primaveras árabes o el crecimiento del fútbol femenino.
¿Cuáles son sus primeros recuerdos del fútbol?
Somos portugueses, así que crecí con el fútbol, en casa éramos del Benfica. La broma, en mi familia, era que se podía discutir de política pero nunca de fútbol porque una parte son del Sporting de Portugal. Luego, jugué hasta los 12 o 13 años pero lo dejé porque me cansó el espíritu competitivo que toma el deporte a esa edad. Ya no era solo jugar con los amigos. Desde entonces tengo una relación de amor/odio.
¿Cómo nace el libro?
Existen dos historias del fútbol, la que cuentan las instituciones como la FIFA, que se presenta como apolítica, y que no es más que una sucesión de partidos e ídolos, y otra, que se cuenta entre aficionados, que es oral. Mi libro nace con la voluntad de escribir esa historia de un “nosotros”, un sujeto histórico que podemos denominar “el pueblo de la tribuna”, y que es diferente a la que cuenta la élite. Por otro lado, este libro estaba presente en mi trayectoria personal y profesional. He escrito mucho sobre los movimientos sociales y la cultura popular. Y, sin embargo, en ambientes politizados el fútbol es un poco como el elefante en la habitación, del que nadie quiere hablar o tratar de analizarlo. Finalmente, ambos mundos se cruzaron en 2013 mientras cubría la ocupación del parque Taksim de Estambúl, porque los hinchas estaban en primera línea de las protestas.
‘Una historia popular del fútbol’ es una búsqueda casi enciclopédica del uso del fútbol como arma política por las clases oprimidas. ¿Qué hace que el fútbol, y no otro deporte, sea un foco de luchas políticas?
Hay dos razones. La primera, que la práctica del fútbol es muy sencilla, es un juego pobre, con un reglamento muy básico. En segundo lugar, como espectáculo es una puesta en escena de los cuerpos, no solo el del hombre blanco dominante. Por ejemplo en Brasil, en una sociedad donde las personas racializadas era invisibles, que un negro regateara a un blanco era una imagen políticamente muy poderosa. Su evolución actual es muy curiosa, porque el fútbol era un bastión, la fortaleza de la virilidad y, de repente, vemos que cualquiera se lo puede apropiar. Como se vio en el Mundial femenino en Francia: ha sido un espejo de cuerpos diferentes, de mujeres que no responden al estereotipo de feminidad de pelo largo y maquilladas, sino musculadas y con el pelo corto.
Según cuenta en el libro, su fuerza subersiva está presente casi desde sus orígenes, en el llamado folk football de los campesinos ingleses, donde servía a menudo para alentar revueltas.
Sí, tradicionalmente se aprovechaban esos partidos de fútbol medieval para arreglar los problemas acumulados durante el año, por ejemplo, con el vecino que te daba problemas, porque la violencia estaba muy presente: codazos, puñetazos... Era un momento muy ritualizado que se daba una vez al año, el martes de Carnaval, y con la dimensión propia del Carnaval de invertir los roles y las posiciones de dominación.
Curiosamente, el nacimiento del fútbol como el espectáculo que conocemos hoy coincide en el tiempo con la consolidación del parlamentarismo inglés, entre finales del siglo XIX y principios del XX.
Nada más íntimo que el fútbol y el desarrollo de dos elementos: la democracia parlamentaria y el capitalismo industrial. Antiguamente se podían enfrentar dos parroquias o dos pueblos sin límite de espacio, más allá del municipio, y sin límite de personas. Cuando el fútbol se codifica, se especializa creando posiciones definidas, una idea que viene de la división del trabajo que se da en las fábricas. Al mismo tiempo, se potencia el mito de la igualdad, el que haya dos equipos con el mismo número de jugadores y una persona que encarna la neutralidad y a quien nos vamos a dirigir para arreglar los litigios.
¿Sigue siendo un deporte popular?
Es un deporte que nace en el campesinado y se lo apropia la burguesía, dándole las reglas y la dimensión que tiene hoy en día. Sin embargo, en el libro muestro cómo, en la historia del fútbol, ha habido una dialéctica, casi en su sentido marxista, un viaje de ida y vuelta entre la burguesía y la clase popular. Y es un combate que sigue a día de hoy.
El libro narra dos momentos claves del fútbol popular: la victoria de los obreros del Blackburn contra los aristócratas de Eton en 1883 y la creación del regate en Brasil. Sin embargo, vistos en perspectiva, son dos elementos contradictorios.
Esa parte no gustó mucho a algunos lectores pero analiza una de las grandes paradojas del fútbol popular. Creo que es importante acabar con ese mito del fútbol colectivo obrero. Los obreros jugaban con lo que conocían de su día a día en la fábrica: la solidaridad y el trabajar unidos. Pero en la calle, el desafío era distinto. En Brasil en los años 20, cuando surge el regate, driblar era la forma de evitar los golpes de los jugadores de la clase dominante, mejor alimentados y más fuertes. Para un jugador como Garrincha, regatear era existir. Ser visible en la sociedad. Además, se crea una oposición entre la ética aristocrática del fairplay, que busca la igualdad deportiva, y la clase obrera que sabe que el fairplay es un timo porque está claro que no se juega en las mismas condiciones.
Por lo que su objetivo es ganar a cualquier precio. Por eso Maradona es el icono popular por excelencia, porque está dispuesto a hacer trampas para ganar, como en el Mundial del 86. Tiene enfrente a unos ingleses por encima del 1,80, y él, con su 1,65, tiene que trampear para ganar. Es una cultura, un arte propio de la clase obrera. Mucha gente no comprende un gesto como la mano de Dios, pero las clases populares argentinas lo entienden perfectamente. El fútbol tiene una dimensión política que nos obliga a cuestionarnos las cosas, a no quedarte estático en tus pantuflas ideológicas. Pero eso me gusta. El fútbol de la banlieue es una forma de visibilizarse como individuo que también encontramos en otras culturas urbanas como el hip-hop. Es el mismo anhelo de existir por parte de gente que la sociedad tiene fuertemente estereotipadas.
«El fútbol tiene una dimensión política que nos obliga a cuestionarnos las cosas, a no quedarte estático en tus pantuflas ideológicas»
Sin embargo, la selección francesa representa todo lo contrario, el pragmatismo de la victoria por la mínima y la solidez defensiva del equipo, sin excesos individuales.
Es una manera de pensar que nace en los años 70 con Georges Boulogne, un entrenador con una concepción completamente castrense del deporte, y que llega hasta hoy. El equipo campeón de 1998, entrenado por Aimé Jacquet y con Didier Deschamps en el campo, es hijo de esta filosofía, del “no quiero a nadie que sobresalga, no quiero individualidades”. Pura disciplina militar. En el 98 lo llamaban “fútbol de hormigón”, con un defensa como Lilian Thuram marcando los goles importantes. Por eso, muchos aficionados te dirán que lloraron con ese Mundial, pero por haberlo ganado jugando así. A esto hay que añadirle que la Federación francesa es muy racista. Se comporta como un estado dentro del Estado. Por lo que, a nivel de la selección, hay casos de jugadores como Karim Benzema o Samir Nasri, que no juegan porque están marginados por la Federación.
Francia es una nación de fútbol, ganadora de dos Mundiales, que, sin embargo, nunca ha destacado a nivel de clubes ¿Cómo se explica?
Hay varias razones, en primer lugar, si tomamos el ejemplo de Inglaterra, el fútbol tuvo un componente de clase porque los obreros se lo apropiaron como su espacio de sociabilidad. En Francia, tanto la izquierda como los sindicatos, fueron muy reticentes a acercarse al fútbol. No hubo un verdadero fútbol obrero. De hecho, fueron los equipos de empresas, como Peugeut en Sochaux y Casino en Saint-Étienne, las que impulsaron el campeonato nacional en 1932. Por otra parte, la República en Francia siempre ha querido eliminar todas las singularidades provinciales y regionales, por eso apenas hay rivalidades deportivas entre ciudades o entre barrios populares y barrios ricos, como puede ocurrir en España o en Italia. Los únicos derbis importantes son entre Lyon y Saint-Étienne o entre Lens y Lille. Lo que se llama “el clásico” en Francia, el partido entre el Olympique de Marsella y el PSG, es una creación publicitaria de Canal+ de principios de los 90, sin una tradición real.
¿Qué le parece la vuelta al fútbol tras el parón por el COVID?
Ha acelerado una ruptura entre las élites del mundo del fútbol y lo que llamo “el pueblo de las tribunas”. Ha quedado a la vista de todos que las grandes instituciones del fútbol no trabajan por el interés general sino por los intereses privados del fútbol. Tenían demasiadas pérdidas económicas y han hecho jugar a los equipos aunque sea un riesgo para los jugadores. Aparte, esa ruptura ha puesto de manifiesto un conflicto que existe desde hace más o menos diez años. El combate de los grandes equipos por crear franquicias, como Red Bull o el Manchester City, y de promover ligas cerradas. Crear un espectáculo estandarizado sin anclaje local y sin tener que gestionar a sus aficionados, su ira, sus mensajes, sus banderas... Un espectáculo más para consumir por Netflix. Por otro lado, se ha dado una movilización histórica de los hinchas para decirle a los mandamases de este deporte que no queremos que vuelva el fútbol así y que, sin nosotros, no hay fútbol. Con lo que nos cuesta de normal organizarnos.
¿No cree que hay un proceso de gentrificación en clubes con una identidad muy marcada como el Sankt Pauli, el Red Star o el Rayo Vallecano?
Lo propio de la gentrificación es acaparar la producción que, durante años, vecinos o voluntarios han creado desinteresadámente en torno a un proyecto. Los inversores se lo apropian y le dan un valor de “cambio”, de producto, que no tenía originalmente. Y es lo que estamos viendo en esos equipos que mencionas. Son espacios de fútbol popular, con una cultura y un arraigo propio construido por los hinchas, convertido en un elemento de márketing. Los clubes necesitan dinero, pero al mismo tiempo necesitan tener esa cultura popular emancipada. Y se crea una tensión, un diálogo, que es lo propio de una democracia, poder discutir las cosas. Formamos parte de una industria y, como en cualquier sector que hay sindicatos, tenemos que pelear por nuestros derechos. Una cosa importante de estos equipos pequeños es que pueden servir de laboratorios democráticos para reflexionar sobre otro fútbol, uno donde los aficionados tengan otro rol. Porque el Red Star y el Sankt Pauli saben que sin su cultura hincha, no existirían como tal.
Establece también una separación clara entre los que es el ultra y la cultura hooligan.
La diferencia es que para el hooligan el fútbol es una finalidad para la violencia y para las ultras puede formar parte pero no es la finalidad de ir al fútbol. De hecho, la mayoría de los ultras suelen evitar la violencia o buscan apaciguarla rápido. Los hooligans nacen en Inglaterra en una época en la que, tras los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial, muchos barrios obreros ya no existen, pero los hooligans siguen siendo clase obrera y quieren reproducir el espíritu de camaradería de sus padres y abuelos. Su objetivo es defender un territorio como se hacía en los barrios, con violencia, pero ese territorio ahora es el estadio. La cultura ultra nace en Italia en los 70 y se estructura a través de prácticas propias de los movimientos políticos. Toda la sociabilidad gira en torno al fútbol: comen, beben y piensan juntos. Su vida es la animación de la tribuna, los tifos. Pero son dos culturas muy porosas entre ellas, podemos encontrar elementos de cada una en la otra.
¿No tiene la sensación de que el libro es un poco como la biografía de un mundo que desaparece?
La nostalgia, el romanticismo, es algo muy de izquierdas. Pero la manera en la que he estructurado el libro busca darle al fútbol una perspectiva histórica que no tenía. Quería que el libro fuera un estudio de cómo los grupos sociales se han apropiado del fútbol en sus luchas políticas: de clase, raza, género. Que nos marque un surco de la historia popular, afirmando nuestra legitimidad, y que hay que seguir cavando para crear un imaginario político donde encontrar los símbolos de la izquierda. Por eso, los dos últimos capítulos del libro son el fútbol femenino y el fútbol de la calle. El fútbol femenino explotó el año pasado, con el Mundial, y canaliza reivindicaciones feministas y LGBT+. Y el fútbol de calle es autónomo y escapa al poder. Es un tema tabú en Francia porque el número de fichas federativas no se mueve de los 2,2 millones desde hace años, porque los chavales de hoy en día no quieren jugar en clubes, se lo pasan mejor en la calle. Es mi manera de decir: la historia continúa y somos nosotros quienes la tenemos que escribir. •