*Texto Javier Aznar | Ilustración Pau Valls.- Recuerdo perfectamente el día que lo comprendí todo. Fue el 19 de octubre de 2002. Había ido a los Campos de Sport de El Sardinero a ver al Real Madrid contra el Racing de Santander. Mi corazón madridista esperaba una tarde plácida. Pero entonces todo se torció. “Huele a tormenta”, recuerdo que dijo alguien en la grada. No le faltaba razón. Corría el minuto 55 cuando el delantero Pedro Munitis, jugador en propiedad del Madrid y a préstamo en el Racing de Santander, lanzó una vaselina perfecta por encima de Casillas, sellando un contundente 2-0 a favor del conjunto cántabro. Lo celebró casi en éxtasis, quitándose la camiseta, corriendo hacia la grada. Hacia la grada donde me encontraba yo. Desencajado. Dolido. Desengañado.
Porque me había pasado dos temporadas reclamando la titularidad de ese jugador en el Real Madrid, ídolo local en Santander, y ahora estaba metiendo un gol al equipo de mi alma, al equipo que le pagaba el 70% de su sueldo, y encima lo estaba celebrando en mi cara. Y sin camiseta. Llegué a casa hundido. Mi padre en la cocina tildó a Munitis de enano traidor por su celebración. Mis amigos racinguistas me hacían llamadas perdidas. Al día siguiente compré toda la prensa deportiva porque si hay algo que me gusta hacer cuando mi equipo pierde es revolcarme en la miseria. “Analiza y no te dejes llevar por lo más primario”, me dije con los periódicos delante. Fue entonces cuando empecé a simpatizar con la celebración de Munitis.
“Analiza y no te dejes llevar por lo más primario”, me dije con los periódicos delante. Fue entonces cuando empecé a simpatizar con la celebración de Munitis.
Porque Munitis, con sus medias caídas y su aspecto de jockey hormonado, precursor de Shaqiri, acababa de hacer una declaración de principios. “Podéis estar pagándome el 70% de mi ficha, pero aquí lo único que manda es la pelota”. Puso pie en pared. “Mientras juegue con esta camiseta, muero por esta camiseta”. ¿Traidor? Peor me parecen los que sabiendo que están cedidos en otros equipos pasan por ahí como fantasmas, como si estuvieran prestando horas de servicio comunitario en un comedor social por orden de un juez. Lo de Munitis era un tema de profesionalidad. Y de orgullo herido. De reivindicación. De militancia frente a la pertenencia. Desde entonces siempre me he fiado más de los jugadores que sí celebran sus goles ante sus ex.
“Mientras juegue con esta camiseta, muero por esta camiseta”. ¿Traidor? Peor me parecen los que sabiendo que están cedidos en otros equipos pasan por ahí como fantasmas, como si estuvieran prestando horas de servicio comunitario en un comedor social por orden de un juez.
Porque no hay nada peor en esta vida que lo impostado. Lo que no soporto es esa celebración interrumpida, justo ese instante en el que el jugador marca y está arrancando a celebrar su gol, pero de repente cae en la cuenta del escenario, de las cámaras, y se para en seco y comienza a actuar como si hubiera atropellado a una viejita en un paso de cebra: se muestra compungido, con el rostro apesadumbrado, pidiendo perdón con las manos. “Yo no quería”, parece decir con ojillos de cordero degollado. Tampoco digo que te recorras el campo de lado a lado para restregar el gol a la hinchada rival, como hizo Adebayor con su otrora afición del Arsenal tras marcar con el City (Vídeo). O como Bonucci contra la Juve, para luego terminar suplicando volver. Eso es inmaduro y vengativo. Muestras debilidad. De alguien que no lo ha superado.
Es como si en el día de tu boda, durante el cóctel, te tiraras de rodillas por el césped delante de tu exnovia de la universidad, besándote el anillo y gritando “Me lo merezco”, como Míchel. Sí que defiendo la honestidad de celebrar un gol por pura incontinencia. La explosión de júbilo. La no celebración te saca del partido. Rompe la tensión. Parece que alguien le estuviera obligando a jugar con los colores de otro equipo porque tienen a su familia secuestrada. Es anticlimático. Por eso siempre estaré del lado de Villa celebrando su gol en el fondo del Calderón con el Atleti ante el Barça. O de Forlán haciendo lo propio ante el Villarreal. O de Morientes festejando por todo lo alto aquel impresionante testarazo con el Mónaco en el Louis II que eliminaba a su Madrid de Champions (Vídeo), justo cuando acababa de ser ovacionado en el Bernabéu la semana anterior. Porque son ellos mismos. Honran su profesión, su sagrado compromiso con el gol. No te puedes enfadar porque transmiten verdadero amor por el juego. Autenticidad. Ves una liberación hasta física cuando marcan. Y además no hacen de menos a su hinchada actual. Están a lo que están. Evitan el postureo y cumplen con su deber sin caer en vulgaridades. Prefiero siempre esto que ir con un guion aprendido.
Ves una liberación hasta física cuando marcan. Y además no hacen de menos a su hinchada actual. Están a lo que están. Evitan el postureo y cumplen con su deber sin caer en vulgaridades. Prefiero siempre esto que ir con un guion aprendido.
La espontaneidad ante el gol, como un niño en el patio del colegio, frente a decir al Marca en la víspera: “Si marco no lo celebraré”. Me estomaga esa predisposición a querer quedar bien. La genuflexión ante el qué dirán. En 1981 se jugó la final de la Copa del Rey entre el Barcelona y el Sporting de Gijón. Quini, ídolo sportinguista, jugaba en el equipo blaugrana. Marcó dos goles en la final. Uno de ellos incluso con un jugador del Sporting, Redondo, tendido sobre el terreno de juego tras haber recibido un golpe. Y celebró ambos. Sin escatimar en gestos. No hizo la cucaracha porque eran los ochenta. Pero los celebró. Porque era una profesional que se debía al equipo que le pagaba, a la afición que le apoyaba y al escudo que llevaba.
Y no creo que nadie en su sano juicio se atreva a poner en tela de juicio el sportinguismo de Quini. Porque hay muchas formas distintas de mostrar amor y respeto hacia un club en el que has jugado. Honrar el juego es una de ellas. Con todo esto no digo que no respete a esos jugadores que prefieren ser más discretos y apenas chocan las manos con sus compañeros tras marcar un gol, sonríen tímidamente y se apresuran a volver a su campo, medio arrepentidos. Probablemente yo hiciera lo mismo en su situación. Pero tampoco denostemos a los que empujarían a su madre en el área con tal de meter gol. A los que juegan sin careta. A esos jugadores que no miran nunca por el retrovisor. Nunca censuren la celebración de un gol. Salvo que sea la cucaracha. •