'No estamos solos', por Enrique Ballester

El recuerdo más importante del primer Mundial de mi infancia es un brochazo, el recuerdo más importante es una sensación: la convicción de que el fútbol ya me gustaba, me gustaba mucho, y me iba a gustar para siempre.

Enrique Ballester.- Durante el Mundial de Italia, en 1990, cumplí 7 años, y más de 30 después todavía asoman en mi memoria algunos recuerdos. La sorpresa por la derrota de Argentina en el partido inaugural. El disgusto por no poder ver el primer tiempo de un Rumanía-URSS, porque me castigaron al haber estado jugando un partidito de fútbol sobre la mesa, en la comida, con trocitos de pescado blanco y rivales imaginarios. Las ilusiones con las victorias de España en la fase de grupos. La tarde que se ensombreció cuando la eliminaron en el cruce con Yugoslavia. El apoyo exótico y simpático a Camerún en casa durante el duelo contra Inglaterra. Recuerdo apuntes más o menos nítidos, pero el recuerdo más importante es un brochazo, el recuerdo más importante es una sensación: la convicción de que el fútbol ya me gustaba, me gustaba mucho, y me iba a gustar para siempre. Tanto, que ser hincha de fútbol era un aspecto que me definía como persona. 

Si Italia 90 fue el Mundial del descubrimiento, 1994 se erigió como el Mundial del enamoramiento. Por si quedaban dudas, ya no era posible una vuelta atrás. Empezaba a intuir que el fútbol me haría sufrir, pero había algo ahí que hacía que mereciera la pena ese sufrimiento. Esa pasión adictiva se ha mantenido inalterable con el paso del tiempo. Cuando era joven o cuando ya no lo soy tanto. Cuando España ganaba o cuando abundaba en el tormento. Cuando era feliz o cuando ya no lo era tanto. Cuando lo veía con mi padre o cuando lo veía yo solo. El Mundial era siempre un acontecimiento.

MI PRIMER MUNDIAL» Ilustración de Teresa Aledo 

Durante el Mundial de Catar, en 2022, mi hijo Teo habrá cumplido 6 años, y a menudo me pregunto si arraigarán en él un capazo de recuerdos como los que yo atesoro, a menudo me pregunto si este será su Mundial 'perfecto'. Es el de Catar el Mundial de los múltiples dilemas morales: el primero de ellos para mí, y el más inmediato, es un asunto de lo más cercano. ¿Qué hacer si mi hijo encabeza una revuelta para ver los partidos en horario lectivo en el colegio? Es más: ¿qué debería hacer yo si mi hijo se rebela y dice que se queda en casa, que cómo se va a perder un Gales-Irán a las 11 de la mañana? ¿Qué sería lo correcto

¿Qué hacer si mi hijo encabeza una revuelta para ver los partidos en horario lectivo en el colegio? Es más: ¿qué debería hacer yo si mi hijo se rebela y dice que se queda en casa, que cómo se va a perder un Gales-Irán a las 11 de la mañana? ¿Qué sería lo correcto?

Una parte de mí desea que Teo me ponga en ese brete y plantee en casa esa encrucijada. Si eso ocurre, tendré poca fuerza mental para obligarle a ir al colegio, no sé si podré sostener mis argumentos. Si quiero ser mínimamente coherente con mi existencia, estoy muerto. En 1998, por ejemplo, tenía tantas ganas de Mundial que escribí en una cartulina los números del 1 al 150, y cada noche, durante los últimos cinco meses de espera, tachaba un número antes de meterme en la cama. Cuando taché el 1, la noche anterior al inicio, no me podía dormir de la excitación y de los nervios. Y aunque pasen las décadas y nos disfracemos de personas racionales y supuestamente maduras, en el fondo seguimos siendo ese chaval febril, una y otra vez, y en el fondo me parece perfecto.

Un Mundial a los 6 años de edad solo pasa una vez en la vida. Yo por si acaso voy allanando el terreno. Preparo a Teo para el partido inaugural como si fuera una primera cita. Tiene que estar todo a su alcance, tiene que fluir, tiene que encontrarse con el Mundial sin esfuerzo. Le compré el álbum de cromos y le compro cromos para el álbum. Le compro cualquier revista infantil con referencias a la Copa del Mundo. Compré un globo terráqueo y ahora le explico dónde está cada uno de los países participantes. Le pongo en YouTube videos de los goles de ediciones anteriores. Mi hijo a veces se muestra muy interesado, y otras pasa del tema y se aburre, y me deja solo para pelotear en un rincón o clasificar cartas Pokemon. En esos momentos, crecen en mí la intriga y la angustia porque hay mucho en juego. Me da prácticamente igual quién gane el Mundial, pero no si mi hijo es o no es de verdad futbolero. Lo hablo en el parque con otros padres y también a la salida del colegio. Durante ese rato me siento mejor, porque nos comprendemos, y es un consuelo: ellos están casi igual y yo siento que no estoy solo en esto. Es la trascendencia real de la Copa del Mundo de Catar: un Mundial para conquistar a todos los 'Teo'. •