Juan Tallón.- En el colegio, si te complicabas con dos regates y perdías la pelota, el reproche de los compañeros de equipo se oía en todo el patio: «¡No la chupes tanto, hostia!». El balón era poder, y aunque desconocías qué significaba ese poder, experimentabas gusto al manosearlo. Freud, para entendernos, pero sin órganos genitales. Cuando llegabas al instituto –en caso de llegar– aquella frase sufría ciertas variaciones. Leves pero sustanciales. Si elegías chutar, y no ceder el balón atrás, podías oír un «¡Mámala menos, tío!». En parte, el cambio de verbo también pretendía desgastar tu reputación, aunque, en general, se trataba de una invitación a distribuir mejor el juego.
Pasa el tiempo. Creces. Vas a la universidad. Te licencias. O te expulsan. Consigues un empleo. Te despiden. En silencio y lentamente, el tiempo se pone amarillo sobre tus fotografías, y un día adviertes que en la infancia –la infancia, cuando menos lo esperas, telefonea– se moldean verdades que luego olvidas, pero que siempre están ahí. Porque resulta que a tu alrededor, si te fijas bien, hay un pequeño grupo que la chupa todo el rato. Eso jamás cambia. Ellos la chupan y tú miras. No hablo de fútbol, sino de democracia, de libros, de música, de periodismo… de todo menos fútbol. Mientras unos pocos la maman, digamos, de puta madre, el resto lanzamos vertiginosos e imponentes desmarques, pero nunca recibimos el balón. En el mejor caso, cuando todo acaba, alguien te dice «bien jugado, chaval». Naturalmente, «bien jugado, chaval» te sabe a poco, como cuando una jovencísima y prometedora Diane Keaton lamentaba, después del rodaje de El Padrino, que las únicas palabras que le hubiese dirigido el gran Marlon Brando fuesen «Bonitas tetas».
Pocas veces alguien que la chupa demasiado alcanza el éxito. Eso él nunca lo sabe. Cree que, antes o después, de su regate saldrá un gol para enmarcar. No suele ocurrir.
Pocas veces alguien que la chupa demasiado alcanza el éxito. Eso él nunca lo sabe. Cree que, antes o después, de su regate saldrá un gol para enmarcar. No suele ocurrir. De hecho, sólo conozco un caso de esos en los que el individuo persevera en chuparla y obtiene réditos maravillosos. Pero remite al fútbol. Es el caso de René Houseman, delantero del Club Atlético Huracán, que en el año 1975, según le contaron, marcó un gol fenomenal: «Una tarde me presenté en el estadio para jugar el partido directo desde un cumpleaños de la noche anterior, por supuesto que en un estado de ebriedad total. Cuentan que me hicieron duchar como una docena de veces… y tomar varios litros de café. Jugábamos de local contra River Plate. Entre lo que más o menos recuerdo y lo que me contaron… Cero a cero el partido, cuarenta y un minutos del segundo tiempo: parece que fui a buscar una pelota, proveniente de un pase de Fatiga Russo… avanzando en diagonal de derecha a izquierda eludí a uno (a Héctor Osvaldo López), la tiré larga entre los dos defensores centrales (uno era Perfumo y el otro Ártico) y cuando desde el arco me salió el Pato Fillol en el mano a mano, amagué, lo eludí y la crucé suavemente con la pierna derecha. Modestamente, un golazo. Luego dicen que quedé tirado en el piso riéndome. Tras eso me hice el lesionado, pedí el cambio y me fui directo a dormir a casa. Comentan que la gente me despidió con su tradicional: “Y chupe, chupe, chupe… no deje de chupar… el Loco es el más grande del fútbol nacional”». Fuera del balompié, el tipo que la chupa sin parar no suele triunfar, aunque cuando fracasa el jodido eres tú.
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