'Otoño sin fin'

El agua de las duchas salía a intervalos. Primero, hirviendo. Después, templada. Y vuelta a hervir. Había cola para coger una de las cuatro duchas. No debías alargarte mucho en tu turno. El vaho inundaba el vestuario, cubría el espejo y se mezclaba con el humo de los que fumaban.

Pedro Zuazua.- Son las ocho de una oscura tarde de diciembre. Llueve en Madrid. También hace frío. Hay un viento desapacible que hace incómodo el caminar. Es otoño, pero parece invierno. Sucede que a veces, en días como hoy, regresan sensaciones de hace años. Para rebajar el pretencioso bucolismo inicial de este artículo, confesaré que acompaña el olor a las lentejas estofadas que nos daban en el colegio.

Hace mucho -pero tampoco tanto- en días como el de hoy quedábamos a las ocho en la Plaza de América de Oviedo. Martes, miércoles y viernes. Allí, los que tenían coche pasaban y recogían a los que no. A las ocho y media había que estar cambiados. Había mucho vehículo de tres puertas -¿a quién se le ocurrió el coche de tres puertas?- e íbamos apretujados. Porque además de con la mochila, íbamos con la bolsa de las botas.

Al llegar al colegio -éramos un equipo de Segunda Regional de un colegio moderadamente pijo de una ciudad clásica y recatada- subíamos las escaleras y recorríamos los 100 metros de distancia hasta los vestuarios. Tenían la puerta roja. Solíamos cambiarnos en el número seis. Los bancos pintados de amarillo. El suelo, de un mármol amarillento. Las paredes, de azulejo de ese que hay en el fondo de las piscinas. Por el suelo se repartían unas esterillas de plástico que eran una de las piezas más codiciadas: si te hacías con una, no tenías que tocar el suelo con los pies. No había para todos, claro.

¿Aluminio o goma?

Antes de comenzar el entrenamiento, se daban unos instantes de absoluta camaradería. De bromas, puyas o recordatorios de alguna anécdota de algún partido. Frotando las manos para combatir el frío, empezábamos el calentamiento.

Había un segundo, justo antes de salir a calentar, en el que preguntabas qué narices estabas haciendo allí, con lo bien que se está en casa. La duda no duraba mucho. Lo que tardabas en atravesar la pista de atletismo -recuerden, colegio moderadamente pijo- y pisar la arena -no tan pijo, en realidad-. Antes de comenzar el entrenamiento, se daban unos instantes de absoluta camaradería. De bromas, puyas o recordatorios de alguna anécdota de algún partido. Frotando las manos para combatir el frío, empezábamos el calentamiento.

En los días de lluvia como hoy, algunas zonas del campo se inundaban. Y afloraban las piedras. En los ejercicios con balón, intentabas que te tocara alguno que tuviera todos los hexágonos en su sitio y que estuviera hinchado en su justa medida. Es decir, buscabas una quimera. Los más veteranos contaban de alguna temporada en la que, como no había esféricos para entrenar, lo hacían con un balón imaginario. Futbolismo mágico.

Cuando el balón salía del perímetro del terreno de juego, rezabas para que no se fuera escaleras abajo, hacia el frontón. Porque el que la tiraba iba a por ella. Si no iba él, no iba nadie.  

El encendido de las luces -porque era de noche- dependía de nosotros, que teníamos unas llaves del cuadro de control. Pero era poco probable que todas funcionaran al mismo tiempo. Siempre se fundía alguna. Había un córner -donde le salían al campo algunos mechones de hierba- que estaba un poco en penumbra. Cuando el balón salía del perímetro del terreno de juego, rezabas para que no se fuera escaleras abajo, hacia el frontón. Porque el que la tiraba iba a por ella. Si no iba él, no iba nadie.  

Las primeras zancadas, cuando el agua empezaba a calar las botas, eran ingratas. Luego, metidos en faena, daba todo igual. Ibas al suelo y te levantabas pesando un kilo más. Ejercicios. Tiros a puerta. Mover las porterías auxiliares que no eran porterías auxiliares, sino tres porterías de futbito que juntábamos en el centro del campo cuando tocaba partidillo. 

Fin del entrenamiento. A estirar y de vuelta al vestuario. No sentías los dedos. No te habías dado cuenta del frío que hacía ahí fuera. El agua de las duchas salía a intervalos. Primero, hirviendo. Después, templada. Y vuelta a hervir. Había cola para coger una de las cuatro duchas. No debías alargarte mucho en tu turno. El vaho inundaba el vestuario, cubría el espejo y se mezclaba con el humo de los que fumaban.

Vuelta al coche. Ahora ya sí, con un chófer elegido en función de su ruta. En mi memoria suena el primer disco de Estopa y el directo de M-Clan. Vuelta a la ciudad. Llegar a casa. La ropa, a la lavadora. Y tu madre que te preguntaba si te habías traído toda la tierra del campo o, por cortesía, habías dejado una pequeña parte allí. Cenaba, como pronto, a las once de la noche. Una tortilla de patatas y un litro de leche bebida a morro. Y a dormir.

Llovía. Hacía frío. Pero te pasabas horas y horas en aquel campo de tierra. Era otoño, pero parecía un verano que no tenía fin. •

*Artículo publicado en la nueva edición de Líbero (39). Pide tu ejemplar a domicilio aquí. Gracias
* Imagen. El Bosquecillo, campo adyacente al Monasterio de El Escorial, en una imagen de los años 50 del archivo 'Madrileño' de la Comunidad de Madrid.