Guille Galván | Fotografía Steve Powell.- Fue mi primer mundial, ni siquiera había cumplido los dos años y mentiría si dijese que guardo algún recuerdo directo del campeonato. Acumulo, eso sí, imágenes en torno a aquel verano del 82. Nunca se sabe si se trata de nostalgias propias o inducidas por las anécdotas y batallitas que, con el tiempo, nos van contando los unos y los otros. Lo cierto es que están ahí y forman parte del cajón desastre arbitrario que es a veces la memoria. Y en aquel mes de julio, por ejemplo, sé que hacía mucho calor, un zeppelín sobrevolaba Madrid y me gustaba mirarlo a través de la ventana de nuestra casa de Matilde Hernández mientras mi madre me dormía en sus brazos. Tenía un cómic de Naranjito, lo hojeaba subido a un caballo de juguete negro.
Y en aquel mes de julio, por ejemplo, sé que hacía mucho calor, un zeppelín sobrevolaba Madrid y me gustaba mirarlo a través de la ventana de nuestra casa de Matilde Hernández mientras mi madre me dormía en sus brazos
Había dibujos en la tele. Pasan los años y todas esas escenas sueltas van completando el puzle con lo que lees, miras o compartes. Haces propios los recuerdos ajenos y hay momentos que acaban en la categoría de vividos aunque, cronológicamente, sean incompatibles. Con el fútbol nos sucede con frecuencia, y así hablamos de la final del 70 con el ímpetu de quien la vio en directo, de los papelitos de Argentina en el 78 o del gol fantasma de Inglaterra en el cuatro a dos en Wembley.
¿Y por qué no vamos a hacerlo? En realidad hemos estado allí más veces que en la casa de nuestro vecino. Conocemos al dedillo los regates, los resultados y la tabla de máximos goleadores de cada torneo, mucho mejor que nuestras claves de acceso a internet.
Haces propios los recuerdos ajenos y hay momentos que acaban en la categoría de vividos aunque, cronológicamente, sean incompatibles.
Algún tipo de broma neuronal nos graba a fuego cada detalle mundialístico y luego nos hace olvidar dónde dejamos las llaves del coche la noche anterior. Esta fotografía estuvo mucho tiempo rondando por casa de mis padres, no recuerdo si en un suplemento, un álbum… no lo sé. En el pie de foto se leía “Paolo Rossi marca el primer gol de Italia en la final contra Alemania”... partido se había jugado en mi ciudad conmigo dentro, así que el dato geográfico despertó en mí cierta empatía con los italianos que ha durado hasta hoy. Y aunque los años me hayan empapado del discurso oficial de la Italia que no quiere la pelota, el catenaccio, de la Azzurra que desprecia el balón, en el fondo a mí me caen bien. Por esa razón identifico desde chico a dos de los protagonistas de esta fotografía. Creo que fue mi abuelo quien comentó alguna vez que ambos debían de estar presos.
Y aunque los años me hayan empapado del discurso oficial de la Italia que no quiere la pelota, el catenaccio, de la Azzurra que desprecia el balón, en el fondo a mí me caen bien.
Schumacher por enviar al hospital inconsciente al francés Battiston en la semifinales contra Francia y Paolo Rossi por mandar al mejor Brasil de la década a casa en cuartos y no dejar al mundo disfrutar del equipazo de Sócrates y Zico. ¿Qué se yo? Uno se queda con ciertas frases y no sabe de dónde vienen. La verdad es que yo odiaba al portero alemán. Tenía la misma cara de acelga recogiendo un balón de la portería, en la comunión de su hija o frente a un rival sin conocimiento tendido en el suelo; era el efecto Kuleshov con bigote. Me daba un miedo terrible, el mal con guantes de goma ¡Puto tarado! Rossi, por el contrario, me caía bien. Sonreía todo el rato y en sus repeticiones siempre había algo que celebrar con los brazos en alto. Apostaba, se metía en líos. Un tipo pasional, un disfrutón de película de Bertolucci, rara avis en el fútbol italiano rácano y conservador. Y más después de ver con nueve o diez años el vídeo de esta final con Alemania, con un segundo tiempo en un éxtasis permanente, casi pictórico, de Tardelli a Sandro Pertini en el palco. Un equipo con tanto empuje que es capaz de anotar este gol extraordinario por ser el primero de la historia que se consuma sin pelota. Italia nunca la ha necesitado cerca. En la imagen, Rossi acaba de patear a su propio defensa hacia el arco.
El cuatro, Cabrini, se lanza hacia la línea de meta cual corredor de fondo buscando la photo finish que le redima del penalti fallado en el primer tiempo. Con los brazos por delante, medio quemado, en un salto místico, trascendiendo hacia la luz. Cabrini dejó de creer en la pelota para creer en sí mismo. Si no entra ella, entro yo, debió pensar el zaguero juventino. Medio y fin, la metonimia perfecta para llevarse a casa el tricampeonato. Italia, que hasta perdiendo es elegante, no precisa de la pelota para marcar goles como tampoco necesita estar en un mundial para protagonizarlo como el muerto en los entierros. Todavía, cuando termino de hojear las páginas del álbum del Mundial de Rusia que coleccionan mis hijos, pienso, ¿Y Italia? Los de Panini se olvidaron de ponerla. Será extraño no echar cálculos para evitarla en el cruce de cuartos o no verla clasificarse por los pelos en la fase de grupos. Aunque quién sabe, quizás a última hora alguna selección desaparezca en Rusia, así como por accidente, y llamen in extremis a la Azzurra para reemplazarla. No sé, le tengo fe. •