Texto Adrián Ruiz-Mediavilla | Foto Lino Escurís.- Hoy, a falta de victorias locales y después del fracaso europeo, los Campos Elíseos fueron adoptados por la inmigración futbolera para celebrar sus propias glorias, por insignificantes que sean: nunca en París hay más ambiente de fútbol que cuando ganan un partido importante Argelia o Portugal. Dos de los países con más ciudadanos residentes en Francia, sus banderas y sus cláxones toman la ciudad a la menor ocasión. De hecho, una de las pocas maneras que los inmigrantes encuentran de reivindicar su identidad en suelo francés es a través del fútbol. La fiesta, eso sí, suele acabar con varios detenidos en los Campos Elíseos. Una llamada al orden del ‘establishment’ galo, pero sobre todo el reflejo de una realidad: a la ciudad de París no le gusta el fútbol.
“ICI C’EST PARIS” resuena en el Parque de los Príncipes, en el burgués distrito 16 al sudoeste de la capital francesa. El grito de una ciudad encantada de conocerse. Una ciudad que alumbró a Zola (Emile, no Gianfranco) y enterró el imperio de Bonaparte. Una ciudad tan rica que, si fuera un país, haría de ella la 17º potencia mundial. Y sin embargo, una ciudad que mira al fútbol por encima del hombro, como mira a todo lo que viene del otro lado del Canal de la Mancha. Que lo ningunea, hasta el punto de ser la única capital europea con un solo club de fútbol. Aunque en realidad el antiguo club de Beckham es un neologismo donde la pelota no es una prioridad. Es una operación de relaciones públicas a caballo entre la política y los negocios. Por trazar un paralelo rápido, imaginen que en el Real Madrid la gente mirase tanto al palco que se olvidase de mirar al césped. Eso es el PSG. Sin ir más lejos, la compra del club por parte de los cataríes fue propiciada por el ex presidente francés Nicolas Sarkozy, uno de los pocos aficionados reales del club, de esos que estaban ahí en los momentos de Weah e Ibrahimovic, pero también en los de Rabesandratana o Luyindula.
A un club tan artificial como el PSG le corresponde una afición a su misma altura: durante años, el Parque de los Príncipes vivió enfrentamientos constantes entre sus propios ultras, por lo general de extrema derecha, que acabaron con un aficionado muerto en marzo de 2010. La paradoja reside en una afición racista para un club donde la mayor parte de sus estrellas hayan sido jugadores extranjeros como Rai, Ronaldinho, Susic o incluso Pauleta. El que probablemente ha sido el mejor delantero de la historia del club, el liberiano George Weah, fue despedido con gritos de mono desde la grada el día de su último partido con el PSG. Evidentemente, si París odia el fútbol, el fútbol también odia a París: el PSG es el club más odiado de Francia. En una encuesta publicada por L’Équipe Magazine el PSG acaparó un 25,9% de la cuota de odio nacional, casi el doble que su inmediato perseguidor y gran rival, el Olympique de Marsella. Números que no sorprenden en el que es uno de los Estados más centralizados del mundo, donde la ciudad de París es temida y envidiada a partes iguales.
Si París odia el fútbol, el fútbol también odia a París: el PSG es el club más odiado de Francia. En una encuesta publicada por L’Équipe Magazine el PSG acaparó un 25,9% de la cuota de odio nacional.
El verdadero club de París ni siquiera está en París, sino al norte, en Saint-Ouen, cruzando el boulevard péripherique en dirección al Stade de France y el aeropuerto de Roissy. Sólo un suburbio industrial como Saint-Ouen podría hermanarse con la ciudad inglesa de Salford, conocida como la “Dirty Old Town”. En Saint-Ouen se instalaron a lo largo de la revolución industrial, todo el siglo XIX y principios del XX las fábricas de compañías como Citroën, Alsthom o Martini, además de muchas otras tan anónimas como vitales en el tejido industrial francés. El barrio entero fue regado con bombas por los Aliados en la primavera del 44. Aunque quizás la mejor descripción que se pueda hacer de Saint-Ouen es que desde después de la guerra todos sus alcaldes hayan sido del Partido Comunista francés. Es en Saint-Ouen donde, poco antes de la exposición universal de París, Jules Rimet crea el Red Star Club Français.
El Red Star, pese a lo que su nombre pueda sugerir, fue creado por miembros sillonistas (democracia cristiana francesa) con el objetivo último de acercar a los jóvenes franceses al catolicismo. Cuando en 1911 el club se vio obligado a emigrar desde el burgués París al barrio de Saint-Ouen, la afición cambió la barba de Jesucristo por la de Carlos Marx. Después de ver pasar a jugadores como Helenio Herrera o Tony Cascarino, hoy el Red Star malvive en la tercera división francesa. Igual que la idea que intentaba promover.
La casa del Red Star es el estadio Bauer, un campo a caballo entre Highbury y Vallecas. Encastrado entre bloques de edificios y naves industriales, los 105x60 metros de césped artificial constituyen el único espacio verde de todo Saint-Ouen. Hablamos de un estadio que en ciento cuatro años de vida el partido de más caché que ha visto fue un amistoso Brasil-Andorra preparatorio para el Mundial 98. Pese a que los datos oficiales hablan de una capacidad de 10.000 espectadores, en los partidos que el Red Star juega en casa sólo se abre la tribuna principal. Al otro lado de la cancha, en una grada desprotegida de todo, queda espacio para un par de cámaras de televisión –la federación francesa ofrece todos los partidos de la división National gratis por internet- y para los aficionados rivales que se atrevan a hacer turismo en la banlieue parisina. En el fondo sur del estadio no hay grada, ni siquiera un murete como en el campo del Rayo: Bauer delimita al sur con un bloque de pisos en el que ni un solo vecino se asoma a ver el partido de esta noche a pesar de que es contra los vecinos del París FC.
Antes del partido, los aficionados locales se juntan a tomar una cerveza en el Olympic, un bar de curritos frente a las taquillas del estadio. Forrado de pósters de un Red Star en tiempos mejores, al fondo de la barra se encuentra un tipo con un aire a Hank Schrader, el cuñado de Walter White en ‘Breaking Bad’. A su lado, un niño vestido de chándal juega a la Playstation Vita, a apenas unos metros del cartel que prohíbe la entrada de menores de 16 en el bar. Mientras se afana en que la bufanda verdiblanca que rodea su cuello no interfiera con el Martini que se está enfilando, Hank Schrader se identifica como el líder de los aficionados del Red Star. Algo así como el presidente de las peñas. La prueba de su liderazgo, dice, es que hace un par de años un inversor catarí vino a negociar con él la compra del club. Para él, jugar contra un club de París no es un derbi: “ici c’est le 93”, dice orgulloso, en referencia a las dos primeras cifras del código postal de Seine-Saint-Denis, el departamento al que pertenece Saint-Ouen, y uno de los que históricamente ha acogido a un mayor número de inmigrantes de las antiguas colonias francesas, y también de España y Portugal.
Entrar en el estadio Bauer es rápido pero no sencillo: al ser día de derbi, unos encargados de seguridad se encargan de cachear al personal. Tras superar ese primer filtro, uno pasa junto a la tienda oficial del club. Mientras que la tienda del PSG ocupa un local en plenos Campos Elíseos, la del Red Star es un cuartucho decorado con una foto del Che Guevara, recortes de prensa de días mejores y una lista de precios escrita con rotulador: camisetas y bufandas a diez euros. Gorros a ocho. Mecheros a uno. Que no digan que ser de izquierdas está reñido con tener visión comercial.
Mientras que la tienda del PSG ocupa un local en plenos Campos Elíseos, la del Red Star es un cuartucho decorado con una foto del 'Che' Guevara.
Y es que el Red Star es tan de izquierdas que roza el cliché: más allá de las estrellas rojas en todas partes, huele a porro al entrar al vomitorio mientras los ultras entonan el ‘Bella Ciao’, el himno de la resistencia antifascista italiana. Podría ser una suerte de Rayo de París, sólo que durante el calentamiento de los equipos no suena Ska-P, ni siquiera rap de ‘banlieu’, sino un tema que Shazam! etiqueta como ‘Dance Again’ de Jennifer López.
Los jugadores saltan al verde artificial desde debajo de la tribuna norte. El Red Star, con una equipación verdiblanca de adidas. El París FC, como su hermano mayor, viste de Nike, concretamente el diseño que llevaba el United con una uve en el pecho hace ya tres o cuatro temporadas. Cualquiera que haya jugado al fútbol en París se siente identificado con el once que saca el Red Star, una mezcla de inmigrantes de segunda generación entre los que destacan la estrella del equipo, un magrebí llamado Oudrhiri con el 10 -tan habilidoso con el balón como incapaz de deshacerse de él- y el capitán, un calvo con el 5 que calza adidas pero no se llama Zidane, sino Allegri y es central de esos que uno prefiere de compañero que de rival. En el París FC no hay nada de extraordinario más allá del delantero, un sosías de Chamakh que es tan nulo de cara a puerta como el enésimo aspirante a estrella en la academia de Arsène Wenger. Juanito Gómez nunca pasó noventa minutos sentado en la grada de un estadio de la tercera francesa a tres grados y con viento. Eso sí que se hace largo y duro: a primeros de marzo, la sensación térmica en Bauer es la de un francotirador sobre un tejado en Stalingrado. Para regatear a la hipotermia, algunos aficionados vuelven a atacar al ‘Bella Ciao’, y otros hacen lo que mejor hacen los franceses: se quejan. Del árbitro. De los jugadores. Del entrenador. Quejarse, en Francia, es el verdadero deporte nacional.
El partido es tan infame como prometía: un primer gol en el minuto 15 deja las cosas cuesta abajo para el Red Star, hasta que en el último minuto Oudrhiri, en su enésimo ejercicio de onanismo en la frontal del área, consigue encontrar la escuadra rival. Tres puntos que supondrán la salvación del Red Star, que acaba la temporada a un solo punto del descenso sin que a nadie en París le importe lo más mínimo. A falta de interés de la población local, los nuevos dueños del PSG han decidido centrarse en lo que mejor hace la ciudad de París: vender su imagen al resto del mundo. La megalomanía del emir catarí Tamim ben Hamad Al Thani se llama Zlatan Ibrahimovic, Thiago Silva o Edinson Cavani, jugadores con demasiado talento para la triste Ligue 1 francesa. Quizá porque su única obsesión, en el fondo, no es sino una foto de la Copa de Europa por fin a los pies de la Torre Eiffel. •
GUÍA (ANTI)FUTBOLERA DE PARÍS
Le Bristol (112 Rue du Faubourg Saint-Honoré)
La residencia parisina de Beckham, donde él, la Spice pija y familia tenían una suite de 320 m2 al módico precio de 17.000 euros la noche. La familia Ibrahimovic se conformaba en sus 80 m2 en el vecino Hotel Intercontinental.
La boutique officielle du PSG (27 avenue des Champs Elysées)
Hubo un momento en el que en esta misma tienda la camiseta más vendida era la del portugués Pauleta. Hoy se puede conseguir una camiseta con el nombre de un jugador que aspire a ganar la Champions por 100 euros.
Stade Bauer (92 rue doctor Bauer, Saint Ouen)
Al estadio del Red Star se puede llegar en metro. A Saint-Ouen vale la pena ir por dos motivos, y ninguno tiene que ver con el fútbol: para visitar las Puces, posiblemente el mejor mercado de antigüedades de Francia, o para comer champiñones en Ma Cocotte, el restaurante que acaba de inaugurar Philip Starck.
Barbès-Rochechouart
A dos paradas del Moulin Rouge se esconde el barrio africano de París, en el que tan fácil es comer un arroz con pollo senegalés como hacerse un corte de pelo a lo Djibril Cissé. Especialmente recomendado para seguir en uno de sus bares la Copa de África.
El Prado (55 boulevard Voltaire)
Probablemente el único bar realmente español en París. Si por español entendemos comer un pulpo a la gallega, tomarse una Mahou y ver el partido del Plus un domingo por la noche.