Guille Galván.- Las botas de fútbol siempre han formado parte de mi particular galería de objetos de deseo. En los ochenta, casi todos los chavales jugábamos al fútbol sala. Aún no había llegado la hierba artificial ni el fútbol 7 y las liguillas del barrio se decidían sobre suelos asfaltados y espacios reducidos. Calzarse unos tacos era todo un privilegio, como ponerse la capa de superhéroe. Para llegar a ello había que dar el salto al futbol 11, el fútbol grande que le decíamos. En tierra, tacos de goma. En hierba, tacos de aluminio que no cataríamos jamás. La hierba sintética de los campos del Brunete, el Coslada o el Pozuelo eran auténticos oasis en una lista infinita de patatales.
Mis primeras botas fueron unas Marco porque decía mi padre que duraban mucho. Y doy fe de ello porque creo que aún siguen vivas en alguna bolsa del trastero de su casa. Eran recias como Castilla en la Vírgen de agosto, sin un mísero guiño a la ornamentación, más allá de aquel alzacuellos blanco que rodeaba la zona del tobillo y que las acercaba peligrosamente al look un cura de posguerra. Eran cualquier cosa menos algo cool. Intenté destruirlas en varias ocasiones aunque su jodida naturaleza era eterna. Ningún amigo las quería. ¿Quién coño llevaba Marco en el fútbol profesional de aquella época? Los noventa eran los años de las Joma Butragueño, las Lotto de los italianos, las Umbro inglesas… Puma y Adidas andaban algo demodé y Nike o Reebok apenas se atrevían a entrar en el mercado. Probé varias, y en algún momento cometí el error de comprarme unas Julen Guerrero, probablemente las botas más nefastas que he tenido nunca. Cuando llegaron Beckham, Zidane y compañía anunciando las Questra ya estaba mayor para tonterías y no se las pedí ni a los Reyes. Las faltas no entraban por la escuadra con ni sin ellas. En los años de universidad colgué las botas, y me distancié de la mercadotecnia.
ROSALÍA» Con botas de fútbol en una entrega de premios.
La reconversión de los campos a césped artificial trajo de la mano al futbol 7, un nuevo vergel para alargar eternamente la edad de jubilación del españolito medio que aún siente que puede aportar algo en la cancha y dejarse dinero y tiempo en la sección de deportes. Hace tiempo que debimos dejar el fútbol pero el fútbol no acaba de dejarnos a nosotros. Nos pasa las facturas en forma de esguinces, hernias, cruzados rotos y roturas fibrilares en músculos imposibles. Las multinacionales conocen nuestra debilidad y ponen la droga en la puerta del colegio. Modelos retro con los que soñábamos de chavales, aparecen ahora al alcance de la mano. Acabo de dar boleto a unas Munich maravillosas tras casi una década al pie del cañón y ahora calzo unas Puma King con las que trato de calentar desatado, con la bolita de papel albal de Maradona.
Si pudiera, haría como Rosalía y usaría las botas para mis rutinas del día a día. Ese trá trá de los cascos de los caballos, el ritual de la previa permanente.
El sonido de los tacos en el cemento antes de pisar el campo me sigue haciendo segregar saliva. Me recuerda a la adrenalina de los vestuarios, al túnel antes de llegar a la cal. Igual que cuando, antes de los conciertos, me meto en los oídos los in-ears, esos auriculares con los que monitoreamos lo que sucede en el escenario. Un gesto que anuncia que algo maravilloso está punto de llegar. Si pudiera, haría como Rosalía y usaría las botas para mis rutinas del día a día. Ese trá trá de los cascos de los caballos, el ritual de la previa permanente. Yo hubiera cambiado el color, eso sí, veo una bota blanca y solo pienso en Alfonso Pérez, pero aplaudo el cambio de la aguja por el taco en los photocall más refinados. Puestos a resignificar le hubiera ofrecido a su estilista mis Marco negras para ir esa gala. Incluso con el barro pegado de las tardes más frías, dejando por la alfombra roja los restos secos como boñigas. Protégeme de lo que quiero, reza el slogan que la artista Jenny Holzer escribió en Times Square en los ochenta y que Rosalía llevó en el pecho en para la Met Gala 2025. Le tomo la palabra, trataré de protegerme de la pelota, sus fetiches y toda la enfermedad que conlleva porque caigo una y otra vez en la misma frase de Carolina Durante. No me gusta que me guste el fútbol, pero qué le voy a hacer. •