Pedro Zuazua.- Aunque era un piso, la casa de Wenceslao tenía el mejor jardín de la ciudad. El más verde, el más grande y el mejor cuidado. La suya era la única vivienda en las casi dos hectáreas de terreno que ocupaba la finca. Se accedía por una puerta situada en una de las esquinas. La cartela del telefonillo rezaba: “Vivienda”. Wenceslao vivía en el antiguo Carlos Tartiere. Además de su único habitante diario, era el encargado de protegerlo. Su casa era uno de lo espacios míticos del estadio. Igual que los vestuarios. Igual que el antepalco. Todos los sitios que no se han visto nunca se convierten en míticos.
Supongo que la relación con mi estadio es la de tantos otros hinchas de fútbol. Mi primera vez fue de la mano de mi padre –“¿Al pequeño también, Fernando?”, le pregunto mi madre a mi padre cuando le dijo que me iba a llevar-. Es probable que no entendiera nada. Eran demasiadas sensaciones nuevas juntas. Tanta gente concentrada en algo, tanta pasión, tanto bullicio. Miraba más hacia la grada que hacia el césped. Porque los padres que iban con sus hijos al fútbol nos dejaban agarrados a la valla verde y se ponían en lo alto de la grada.
DEMOLICIÓN» El antiguo Carlos Tartiere.
Nosotros nos dedicábamos a comer pipas y a rezar porque el balón cayera en algún momento en nuestro radio de acción. En la segunda parte nos movíamos al otro lado para estar en el lado del campo en el que atacaba el Oviedo (eso sí que era optimismo). Pero tampoco es que atendiéramos mucho a lo que ocurría en el terreno de juego. La dispersión llegaba a tal nivel que recuerdo haber aprendido el lenguaje de signos en un partido contra el Sevilla.
«Tengo grabado el silencio que se producía cuando el equipo rival marcaba un gol. Era como una celebración en cine mudo»
Luego, sin un motivo real aparente, aquella mole de ladrillo se fue convirtiendo en un lugar seguro. En una casa. Seguía yendo con mi padre pero tenía una suerte de pandilla futbolera con la que me juntaba cada 15 días. Nos daban el dinero justo para una Coca Cola y una bolsa de pipas y nos veíamos de nuevo al final del partido. Tengo grabado el silencio que se producía cuando el equipo rival marcaba un gol. Era como una celebración en cine mudo. También el peculiar orden que se formaba en las cantinas: todo el mundo se agolpaba ante la barra y cuando conseguías hacerte un hueco había llegado tu turno.
*El relato completo del periodista Pedro Zuazua forma parte de la nueva edición de Líbero dedicada a los estadios. Puedes pedirla aquí a domicilio.