¿Quién escribirá la historia de lo que pudo haber sido?

El sorteo de campos se organiza con el escrúpulo de un cuadro de Velázquez. La rendición de Breda del siglo XX, una suerte de alegoría clásica que alerta de lo que llegará después.

Fotografía Peter Robinson (Getty)

Guille Galván.- Caía la noche del 22 de junio de 1986, la previa a San Juan. Mi último curso de preescolar llegaba a su fin y asomaba el verano en el que me bañaría en la playa por primera vez. Con casi 6 años disfrutaba con fascinación de las retransmisiones del Mundial. España cerraba otra jornada de elecciones y Felipe González se preparaba para descorchar el Barbadillo de su segunda mayoría absoluta. A mi madre le tocó mesa electoral y papá trabajaba hasta tarde, así que a mi hermana y yo tuvimos echas la tarde junto a las urnas. La curiosidad inicial por ver de cerca las costillas del sistema tornó en aburrimiento supino entre el vaivén de interventores fumando como carreteros. Yo esperaba con ansia la madrugada; como premio por la turra, me habían dejado ver el partido de cuartos contra Bélgica, todo un acontecimiento.

En medio del mantra soporífero llegó un revuelo desde el hall. Alguien cuchicheaba que Argentina acababa de marcar el segundo a los ingleses. Me escurrí hasta el pasillo donde el transistor de mano del bedel hacía de hoguera a un corrillo de futboleros. Los ingleses de Lineker, el nuevo cromo del Barcelona, estaban a punto de irse a la calle. ¡Ya había rival para España! Pero la noche se truncó tras el cierre del colegio porque me quedé sopa en los brazos de mi madre, que me metió directamente en la cama. Mientras yo me rendía, a 9.000 km la selección preparaba en el Estadio Cuauhtémoc de Puebla el ritual de un nuevo harakiri mundialista.

Amanecí de un brinco, enfadado como una mona porque no me hubiesen despertado para cumplir el reto. Más aún al ver que España había sido eliminada en los penaltis. La maldición de cuartos en vena. El telediario arrancaba con el pecho palomo de González y Guerra, Eloy fallando el último penalti y los estratosféricos goles de Maradona. Caidos los de Miguel Muñoz, la albiceleste no parecía tan mal consuelo. Ese tío iba en serio, la machada del Pelusa había dejado la hazaña del Buitre en Querétaro en puro champán del Lidl. Durante años ir con los argentinos fue el mejor atajo para sentirse un poquito campeón. Desde aquel momento, Diego pasó a ser de la pandilla. Daba igual si era de Buenos Aires, Ciudad de México o La Elipa. Era el único capaz de vengarnos y cortarle la cabeza a los malotes: ingleses, alemanes o al Milán de Sacchi. Aquel día es el taco de salida del fútbol de mi generación, el lugar al que volvemos para tocar casa, un tic recurrente, como ponerse una canción de Lennon o recordar una anécdota junto al álbum de familia. Y todo empieza con esta fotografía.

Daba igual si era de Buenos Aires, Ciudad de México o La Elipa. Era el único capaz de vengarnos y cortarle la cabeza a los malotes: ingleses, alemanes o al Milán de Sacchi. 

El sorteo de campos se organiza con el escrúpulo de un cuadro de Velázquez. La rendición de Breda del siglo XX, una suerte de alegoría clásica que alerta de lo que llegará después. Maradona está de espaldas, no le vemos la cara porque es Robin Hood entrando de tapadillo en el Bosque de Sherwood. Shilton, portero de los porteros, miembro de la orden del Imperio británico. Lo domina todo pero no llega a ver el lomo del argentino. Diego nos enseña el 10, el 10 más grande que se ha cosido nadie en una camiseta, pegado con urgencia por una costurera mexicana la noche anterior, como los números que nos planchaban nuestras madres. Nos lo muestra a nosotros, que seremos sus cómplices, compinches del villano que vino a llevarse el botín de los dueños del fútbol.

Le aprieta al inglés su mano limpia, la derecha. Desde aquella tarde, el meta dejó de ser un portero para convertirse en chivato. Si no llega a ser por ese gol, Shil, ¿quién te iba a recordar ahora?, le bromea Gascoigne. Nunca nos pusimos del lado de la víctima. El trío arbitral lo sabe todo, un narrador omnisciente que advierte al espectador de lo que está por venir. El tunecino Bin Nasser le había dicho minutos antes a sus linieres que se tomaran el día, que él haría todo el trabajo. Sujeta la moneda y advierte al meta de que todo tiene un precio. El juez de línea Dotchev porta el semblante de esos secundarios que caen en los primeros minutos de la película. Mira al infinito, se quiere evadir, sabe que está muerto en vida. Pero el cómplice de la escena es el auxiliar que sujeta la pelota. Mira directamente a la mano izquierda de Maradona con una sonrisa que viene del futuro. Sabe que el destino del fútbol se va a decidir en la distancia que va de ese puño hasta su pie izquierdo. En apenas cinco minutos del Alí más salvaje. Golpea con el pie, con la mano, regatea, choca contra los ingleses y les hace entrar en colapso. A partir de ahí, las piezas del Belén: Víctor Hugo Morales, el pase de Enrique o esa extraña sombra del centro del campo del Estadio Azteca formada por el sistema de megafonía, un pantócrator con la forma de la cuna de Superman.

¿Qué hubiera sido de la segunda mitad de los ochenta si el linier hubiera levantado la bandera? Maradona nunca pidió perdón pero se redimió con el fútbol cuatro después con el fútbol con su propio cantar de gesta. ¿Qué hubiera sido de Maradona si no le hubieran roto el tobillo? ¿Habría fichado por el Nápoles? ¿Estando limpio, habría ganado el Mundial de USA 94? El propio Diego no dejaba de preguntárselo ¿Hasta dónde hubiera llegado Maradona si no hubiese sido Maradona? Pero fue gol y todo acabó de otra manera. Igual que México no tenía previsto celebrar aquel mundial asignado a Colombia. Cinco minutos que resumen una carrera; la del golfo y la del genio. El arrebato, la venganza, la culpa, el perdón, la redención y la empatía. La telenovela y las Bellas Artes. Durante mi infancia, Maradona fue una fábrica de lo extraordinario.

 ¿Hasta dónde hubiera llegado Maradona si no hubiese sido Maradona? Pero fue gol y todo acabó de otra manera. Igual que México no tenía previsto celebrar aquel mundial asignado a Colombia. Cinco minutos que resumen una carrera; la del golfo y la del genio.

Durante mi juventud, un ángel caído que ensuciaba recuerdos. Rey del perdón y del escapismo. Se va el año en que el fútbol dejó de ser lo que era, el año en el que los domingos se prohibieron los abrazos de gol. Cada cierto tiempo necesito teclear en YouTube esos dos goles y los repaso casi con los ojos cerrados. Como un tarado que necesita repetir muchas veces el mismo rezo para sentirse seguro, como el sonámbulo que se despierta a media noche y palpa las paredes de la casa, para saber que todo está en su sitio. Cuando leí la noticia de su muerte, sentí un golpe en el pecho, supongo que fue su última pateada, la que lanzó al arco de nuestros recuerdos. No se si Diego llegó a ser mi ídolo pero reconozco que gracias a lo que hizo en el campo fui un poco más feliz. Y pese a las decepciones de la vida, la infancia no se ensucia.