Quim Gutiérrez. 'Mi recuerdo de fútbol'

Quim Gutiérrez es uno de los actores españoles referencia en la actualidad. En 2007 consiguió el Goya al mejor actor revelación por 'AzulOscuroCasiNegro' y pasó por nuestro primer número para contarnos su relación con el fútbol. Creció en la Barcelona del Dream Team y disfrutaba como uno más de los interminables partidos de colegio.

Texto Quim Gutiérrez.-  No soy un buen jugador de fútbol. Tampoco soy malísimo, pero tengo un alto nivel de autoexigencia y no soy todo lo bueno que me gustaría ser. Tengo unas capacidades físicas notables, no se vayan a creer, siempre he hecho mucho deporte, desde pequeño corro y tengo buen fondo; pero creo que el fútbol no es lo mío. Desde el nutrido bagaje de fracasos de mis treinta años sé que no pasa nada. Pero en la cabeza de un niño las cosas se ven de otra forma. A veces, empujado por ideas imprecisas, uno se empeña en triunfar en aquello para lo que no está dotado o a jugar a aquello que no le gusta. Y el fracaso no se asume fácilmente. Porque además, en la infancia española, da igual que seas un excelente tirador de triples en baloncesto o que tengas un ‘drive’ portentoso. O juegas a fútbol o no existes.

A todo ello yo le añadí un ingrediente personal y es que se ve que de pequeño ya pensaba mucho, actividad que he seguido practicando obstinadamente a lo largo de los años. Pensar mucho y no siempre bien. Cuando eso ocurre se hacen conjeturas con atropello, se toman por ciertas cosas que no lo son y se llega a conclusiones dramáticas, que a la postre no lo son tanto. Y es trabajo de uno analizar con calma si efectivamente hay que amputar y buscar prótesis o si con un par de masajes y reposo la cosa se pone en su sitio por sí sola. A ese tránsito intelectual imaginario de la ansiedad del quirófano al sosiego del sofá se le llama madurar. Mis primeros contactos con el fútbol fueron más por motivos de integración escolar que por el placer del juego y consistieron en la práctica de la inquebrantable rutina de los partidos diarios en el recreo.

Solía adoptar papeles secundarios, de defensa, portero, que a base de correr mucho y algo de fortuna me otorgaban de vez en cuando alguna actuación puntual moderadamente destacable, pero en conjunto podría decir que no se esperaba mucho de mi. Yo lo notaba e intuía que algo no iba bien. Pero acababa el curso y en verano, me pasaba horas entrenando. En el transcurso de partiditos en la playa experimentaba una cierta mejoría. Empezaba a desarrollar un aceptable control del balón, cambios de ritmo, movimientos que a mi juicio no estaban nada mal. Destellos de buen juego que hacían pensar en una continuidad, en el estímulo suficiente para seguir en aquello.

En el transcurso de partiditos en la playa experimentaba una cierta mejoría. Empezaba a desarrollar un aceptable control del balón, cambios de ritmo, movimientos que a mi juicio no estaban nada mal.

DE VUELTA AL PATIO DEL COLEGIO
Sin darme cuenta los atardeceres se acortaban, llegaba el otoño, y sonaba el timbre que anunciaba la salida al patio del colegio. Ese primer día me armaba de valor, me plantaba en el centro del campo, forzando las posiciones del resto de mis compañeros asentadas a lo largo de toda una educación primaria, dispuesto a cambiar el rumbo de mi vida. Y no lo hacía mal. A veces, en ese primer día de central me desenvolvía con el desenfado necesario para demostrar que de vez en cuando podía ocuparme del reparto del juego. Jamás hubo aplausos que celebraran la mejoría de mis habilidades pero tampoco objeciones de ningún tipo y, a pesar de ello, en pocos días y con una naturalidad descorazonadora me recolocaba en posiciones defensivas que desempeñaría el resto del año.

Jamás hubo aplausos que celebraran la mejoría de mis habilidades pero tampoco objeciones de ningún tipo y, a pesar de ello, en pocos días y con una naturalidad descorazonadora me recolocaba en posiciones defensivas que desempeñaría el resto del año.

Esa renuncia anual me escocía, ese poder y no querer tan orgánico que se oponía a lo que se esperaba de mi, a lo que se esperaba de todos nosotros, generaciones de niños rodeados de adoración futbolística, víctimas inconscientes del proselitismo insaciable del deporte rey. El pánico a no dar la talla jamás iba haciendo poso, se acumulaba en algún sitio junto con las primeras declaraciones de amor no correspondidas y los regalos de Navidad equivocados, frustraciones y miedos que todavía no sabía cómo manejar preparados para reclamar mi atención en el momento más inesperado. El verano del Barcelona 92 eclosionaron las expectativas deportivas acumuladas de millones de personas, en una ciudad poseída por el espíritu olímpico desde hacía años.

Vulnerable a las fantasías pre-adolescentes de un futuro profesional en el deporte, un mundo de posibilidades se abría ante mi, animado por ese estado de euforia colectiva.Una tarde calurosa y terriblemente húmeda, la televisión, inaudible por el zumbido constante de un ventilador de aspas, emitía el repaso diario a los acontecimientos olímpicos más destacados mientras yo desarrollaba el siguiente argumento: mi altura no tenía por qué ser un problema grave para situar en primera posición de mis aspiraciones deportivas al baloncesto, que practicaba desde los nueve años; pero era muy rápido en los contraataques ciertamente y además tenía mucho aguante, a lo mejor el atletismo era compatible. Tampoco podía olvidar que en las carreras en la piscina familiar siempre ganaba a mi hermano menor que ya por aquel entonces me superaba en altura así que la natación no quedaba descartada. La secuencia de la lesión de Derek Redmond se repetía en la pantalla una y otra vez a cámara lenta; lloraba trágicamente apoyado en el hombro de su padre.

Supongo que el recuerdo de la piscina me llevó al concepto verano, más amplio, de ahí otra vez a Redmond y finalmente a la formulación de una pregunta que no fui capaz de anticipar pero que por su rotundidad daba la impresión de llevar tiempo esperando en la recamara:

¿A MÍ ME GUSTA EL FÚTBOL?
No lo sé, no se me da bien, no me siento cómodo. ¿Me aburre verlo en la tele? A veces, cuando juega el Barça no, pero en general, me entra sueño. En parte es por el color verde del campo que me relaja desde siempre. A lo mejor, sencillamente, no me gusta. Miré de reojo a Derek que seguía rompiéndose y avanzando y llorando lentamente, sin descanso, y busqué consuelo en la idea que probablemente, sus problemas eran peores que los míos. Sentí un temblor en las rodillas, un leve mareo y finalmente un pitido agudísimo.

La desolación británica no me calmaba. Por un segundo recuerdo que pensé que no, yo no tenía la culpa de nada pero me encontraba muy mal. En los albores del que podía ser mi primer ataque de ansiedad tuve una intuición, un impulso de madurez. Noté el cosquilleo de las palabras en la lengua, recolocándose en el orden adecuado antes de pronunciarlas: si no te gusta el fútbol, tampoco pasa nada. El pitido cesó a la hora de cenar. No conté nada a nadie y todavía estaba agitado cuando me metí en la cama. La imagen del llanto silencioso del velocista inglés es lo único que vi al cerrar los ojos porque luego me dormí en el acto. Acabaron el verano y los Juegos con una medalla de oro para la Selección Española de fútbol que celebré sin concesiones y como siempre, sin darme cuenta, estaba saliendo al patio a jugar el primer partido del curso. No le había dado más vueltas al tema y no sabía lo que podía pasar.

Apreté los dientes en los primeros compases esperando que algo sucediera. Después de un par de jugadas me olvidé. Y no pasó nada.Al volver a clase empapado en sudor, mientras arañaba con la uña el papel de aluminio del bocadillo, me di cuenta de que sí había una diferencia inesperada, me importaba muy poco jugar en defensa o en el centro, me daba igual marcar goles o que me los metieran jugando de portero, y no sé  si había mejorado mucho en esos dos meses de vacaciones, pero había disfrutado como nunca jugando al fútbol.