Quitad vuestras sucias manos de nuestros colores

Basta ya de estas camisetas que son como chicles de frutas exóticas y de cuyo sabor empalagoso te cansas a los cinco minutos. No queremos que nuestros equipos parezcan hoy una sandía y mañana una guayaba. No tensen más la cuerda. No reinventen la rueda.

Ilustración Martha Rivas

Javier Aznar.- Los colores importan. Son una forma de reconocernos. Por eso el azul turquesa de la joyería Tiffany & Co. está registrado. O por eso Doritos fue capaz de lanzar un anuncio sin logos, sin nombre, sin eslogan, tan solo mostrando un par de bolsas lisas: una de color rojo, otra de color azul. Bastaba con eso para reconocer enseguida la marca de los triángulos naranjas. Renunciar a todo esto, a tus colores, es renunciar a tu identidad. Algo que puede salir muy caro. Por eso no entiendo este ridículo afán de algunos gigantes de ropa deportiva por despojar a los equipos de sus colores, sacando segundas y terceras camisetas ridículas, sin personalidad alguna, horrendos despropósitos intercambiables todos entre sí. E incluso atreviéndose ya a alterar lo más sagrado: la primera equipación.

Así, no es tan raro ver estos días a una Juventus sin rayas, a un Real Madrid jugándose el pase en la Champions vestido de rosa, verde o naranja, al Barça luciendo un ridículo arlequinado en lugar de sus tradicionales franjas o al Atleti con unos zarpazos transversales en su equipación porque algún lumbreras sin escrúpulos decidió que eso era una sutil referencia al oso de su escudo. Lo peor ya es que cuando encima disfrazan estos atropellos de guiño a una causa noble. Me parece peor que robar de la hucha del Domund.

No se me escapa que el fútbol es un negocio. Pero tampoco se me escapa que no existen las gallinas de los huevos de oro ni las vacas que den leche eternamente. Por eso el respeto al aficionado, que es quien paga la fiesta, tiene que ser sagrado. No puedes pensar que la lealtad del seguidor a unos colores lo soporta todo si, precisamente, le quitas esos colores. Es una apuesta peligrosa. Porque lucir todos los colores es, a fin de cuentas, no lucir ninguno. Y eso, a la larga, debilita tu imagen como marca.

 

Cuando has visto al Real Madrid de rojo, de morado, de turquesa, de naranja butano, de verde botella, de negro, de gris y de rosa, se empieza a difuminar cierto sentido de pertenencia. ¿Cómo vas a transmitir el amor a unos colores si ya no puedes decir con certeza cuáles son esos colores? ¿A santo de qué, por ejemplo, el rosa está presente, de repente, en el primer uniforme del Real Madrid (tanto en fútbol como en baloncesto), en el escudo, en la ropa de entrenamiento, en el chándal, en los polos, como si fuera el color fundacional del club? Que no tengo nada personal contra el rosa. No soy Steve Buscemi en Reservoir Dogs. Pero no me gustan estas modas de meter con calzador un color según la temporada. Este año el rosa; el que viene, verde pistacho. Y así, como si estuvieran apostando a la ruleta rusa con la guía Pantone. Jugar con las identidades es peligroso porque corres el peligro de quedarte sin personalidad. Como una de esas plastilinas en las que mezclabas demasiados colores distintos y al final te salía algo de un color indefinido y hasta incómodo de mirar.

Jugar con las identidades es peligroso porque corres el peligro de quedarte sin personalidad. Como una de esas plastilinas en las que mezclabas demasiados colores distintos y al final te salía algo de un color indefinido y hasta incómodo de mirar.

El humorista Jerry Seinfeld ya avisaba de todo esto en uno de sus monólogos más brillantes, hace ya unos años: “Yo soy de los Giants de Nueva York. Pero, ¿qué son los Giants de Nueva York en realidad? La lealtad a cualquier equipo es bastante difícil de justificar si te paras a pensar en ello. Los jugadores siempre están cambiando, los equipos se mudan de ciudad, etc. Realmente, estás apoyando… ropa. Solo eso: ropa. Estás ahí, de pie, nervioso, animando y gritando para que tu uniforme gane al uniforme de la otra ciudad. Los aficionados adoran a un jugador, pero si se marcha al rival, lo abuchean. Es el mismo ser humano, solo que con una camiseta distinta. Pero ahora lo odian. ‘Oh, lleva puesta otra camiseta. Buuu. Fuera de aquí’”.

Y tiene razón el bueno de Seinfeld: es “solo” ropa en realidad. Pero nos gusta. La cuestión es que si un equipo cambia de jugadores, de escudo, de dueños, de estadio y, finalmente, de colores, ¿qué es lo que nos queda al final? ¿Qué estamos apoyando realmente? ¿De qué va todo esto? ¿Merece la pena?

 

Mucho cuidado, no vaya a ser que cualquier día uno de esos niños a los que se supone que estas marcas venden botas feas y uniformes sin alma señale al fútbol y diga, con toda la naturalidad del mundo, que el deporte rey está desnudo. Y que ya no tiene sentido estar animando uniformes si los cambian cada año. Me gustan los experimentos, los diseños atrevidos y la gente que se sale de la norma. Me interesa cuando el arte y la moda se mezclan con el deporte. Lo que no me interesa es la transgresión gratuita. Romper con lo anterior solo por hacerse notar, por llamar la atención. Porque eso es lo fácil. Un atajo. Lo complicado y lo meritorio está precisamente en hacer un diseño novedoso con los colores de siempre. Ahí es donde se ve el talento, la originalidad y la creatividad. El verdadero ingenio. A lo otro sabemos jugar todos. Así que basta ya de estas camisetas que son como chicles de frutas exóticas y de cuyo sabor empalagoso te cansas a los cinco minutos. No queremos que nuestros equipos parezcan hoy una sandía y mañana una guayaba. No tensen más la cuerda. No reinventen la rueda. Sobre todo en estos tiempos en los que los aficionados no podemos ir a los estadios, para muchos una especie de segunda casa.

Así que basta ya de estas camisetas que son como chicles de frutas exóticas y de cuyo sabor empalagoso te cansas a los cinco minutos.

Tener que ver por televisión a tu equipo, en medio de todo este ambiente enrarecido, luciendo otros colores genera un enorme rechazo, un extraño distanciamiento y una sensación de no pertenencia muy incómoda. Como si los aficionados no fuéramos importantes. Como si nos arrebataran las pocas certezas que nos quedaban. Estamos a un paso, a uno solo, de que empiecen a cambiar los colores de nuestros equipos en favor de los tonos corporativos del patrocinador principal de turno. En otros deportes ya se está comenzando a hacer, de hecho. Se empezaría, como siempre, poco a poco, con algunos detalles tímidos, con un pequeño guiño, para luego terminar colonizando toda la equipación por completo. Por eso, tal vez, haya llegado la hora de poner pie en pared. De marcar una línea clara con el espray ese de los árbitros. Así que, parafraseando a Manuel Vicent, solo puedo decir una cosa a todas esas marcas horteras y a esos mira-pantones de ordenador con ínfulas creativas jugando a ser Custo Dalmau: quitad vuestras sucias manos de nuestros colores. •