*Sergio Cortina.- Crecí sin apenas contacto con el sportinguismo hasta la edad adulta. Antes de la facultad de Periodismo, antes de tomar esa dramática decisión para mi cuenta corriente, estudié en tres colegios diferentes y en ninguno de los tres coincidí con nadie que simpatizara con el Sporting. Los niños eran del Oviedo o repartían su amor futbolístico entre el equipo de la ciudad y alguno de los equipos grandes, frecuente- mente el Real Madrid. El único a rayas era Chus, un kamikaze que durante una época aparecía con su camiseta del Atlético de Madrid, talla XL, en una acción suicida que no le proporcionó más que burlas por mucho doblete colchonero que cantasen los telediarios. Del Gijón no había o al menos no se manifestaban. Mi único contacto durante muchos años con ese mundo desconocido fue un primo de mi padre con el que solíamos coincidir los domingos en el rastro. Milio era entonces barbudo, socarrón y profundamente sportinguista. Algunas de sus características como ser humano ya las había identificado en algunos adultos pero las tres juntas, nunca.
Al primo de mi padre le divertía mucho tocarme los huevos con el Oviedo y a mi ofrecerle respuestas ingeniosas que estuviesen a la altura
Cuando aparecía esa barba doblando alguna esquina en El Fontán, me sentía como el
fraggle naranja recibiendo una carta de su tío bigotón desde el mundo exterior. Al primo
de mi padre le divertía mucho tocarme los huevos con el Oviedo y a mi ofrecerle respuestas ingeniosas que estuviesen a la altura. En aquella forma rudimentaria de comu- nicación tuitera llena de zascas, en aquel pique chiringuitero antes del Chiringuito, el Sálvame y todas las tertulias de derribo, encontré mi primer contacto con el equipo rival. En lo que yo creía contestaciones brillantísimas defendiendo a mi equipo, las primeras victorias contra el eterno rival. Pero no pasaba de ahí: cuando llegaba el lunes yo ya me había olvidado del Sporting y de Milio.
Cuando digo que crecí sin sportinguistas a mi alrededor olvido deliberadamente a mi madre. Nunca noté que a Ana le gustara demasiado el fútbol. Cuando mi padre y yo nos enzarzá- bamos en alguna discusión absurda frente a la retransmisión de Canal+, ella se hacía a un lado con un gesto de desaprobación y nunca se decantaba por un bando o por otro. Dios me libre de abusar del concepto genialidad táctica pero bien podría haberse inventado para definir el sportinguismo de mi madre. Lo suyo fue fue una genialidad táctica para preservar la concordia familiar, una coartada diplomática para no darle la razón ni al del Madrid ni al del Oviedo.«¿Cómo puedes ser del Gijón?», le preguntaba yo extrañadísimo por una pura cuestión estadística. ¿En ninguno de mis colegios me había cruzado jamás con un solo niño del Gijón y ahora iba a resultar que tenía al enemigo en casa? Me parecía imposible. Pero ella se aferraba a la camiseta rojiblanca con fiereza. Incluso aquella vez en la que me hice el listo y le recordé que mi abuelo, cazador, tenía un perro llamado Del Sol por el futbolista del Madrid, que en su pueblo no había rastro de sportinguismo y que en definitiva lo suyo era un sin sentido. «Soy del Sporting y punto», me contestaba frunciendo el ceño hasta que hace trece años cesó la mentira.
¿Cómo puedes ser del Gijón?», le preguntaba yo extrañadísimo por una pura cuestión estadística. ¿En ninguno de mis colegios me había cruzado jamás con un solo niño del Gijón y ahora iba a resultar que tenía al enemigo en casa?
Cuando el Oviedo bajó a Tercera y estuve a punto de quedarme sin equipo, a mi madre se le cayó la careta. En los fines de semana del año 2003, yo regresaba a Oviedo más preocupado que de costumbre. Algo debió ver en mi cara cada vez que salía de casa hacia el partido antes de lo acostum- brado, cuando regresaba en silencio, cuando descolgaba el teléfono a 300 kilómetros de distancia para preguntar por el equipo como el que pregunta por un familiar enfermo. No fue flor de un día pero poco a poco, mientras mi equipo comenzaba a caminar por un sendero oscuro y sinuoso que parecía no tener fin, mientras me veía sufrir más que nunca con cada derrota, mi madre fue cambiando de bufanda hasta convertirse en una oviedista más. El año pasado, completada ya la metamorfosis, recibí una notificación en el móvil. Yo acaba- ba de vivir el ascenso a Segunda en Cádiz pero no podía estar presente en las celebraciones de Oviedo porque al día siguiente me tocaba trabajar. «Como no puedes estar en el ayuntamiento como aquella vez de pequeño ya vine yo por ti». Si eso no es amor, díganme qué es.
*Aquí un extracto del libro que ya está disponible en la web de la editorial librosdelko.com por 8 euros.