Roberto Baggio. La estrella de un Dios menor

Italia es un país joven y desunido. Un calabrés y un turinés -uno podrá entenderlo de los lugares comunes estéticos- comparten menos que un catalán y un andaluz. Las costuras de la república se desgarran fácilmente y la nación solo es capaz de permanecer unida ante dos grandes fenómenos: un Mundial y una catástrofe natural.

Daniel Verdú.- Algunos jugadores son capaces de proyectar modelos de conducta para determinadas personas. Otros ponen al descubierto las contradicciones y la naturaleza dramática de un país entero. Roberto Baggio fue siempre ese espejo roto de toda una Italia contemporánea, de su belleza y fragilidad, pero también de la discutible fiabilidad en los momentos clave de su historia. Un tipo nacido para dominar cada secuencia de su vida, pero siempre incómodo en el centro del escenario. Su personalidad algo melancólica y una indisimulada vulnerabilidad forjaron al mito. Nunca se supo si para bien o para mal. Gianni Agnelli, patrón de la Fiat y de la Juventus en aquella época, lo llamó con toda crueldad 'Coniglio bagnato' (conejo mojado) cuando Italia -y su estrella- se jugaban el Mundial en 1994. “Es un chico sensible. Es difícil mantenerlo de buen humor”.

Baggio y sus contradicciones -budista y ferviente cazador- fueron una isla en sí mismos. Su carrera no es comparable a la de otros mitos del calcio como Del Piero o Totti. Su talento procedía de otra dimensión mental, de una heterodoxia demasiado poética. Pero era distinto, fundamentalmente, porque fue el campeón de toda Italia. Además de la Fiorentina, de donde se marchó entre las violentas protestas de los aficionados en la calle, o del Brescia y el Bolonia, Baggio jugó en el Inter, el Milan y la Juventus. Tres equipos que bien podrían reunir al 90% de los aficionados de Italia. Quizá por eso, nunca tuvo grandes detractores. Pero tampoco el ejército de defensores del que gozaron otros cuando las fuerzas ya no les acompañaban y se empeñaron en seguir jugando.

DESPEDIDA» Baggio el día su último partido en San Siro.

Baggio fue la estrella de un Dios menor del calcio. Tocado por un raro talento -el gol al Milan en San Siro yéndose de todos los rivales cuando jugaba en la Fiorentina-, nunca ganó grandes títulos más allá del Balón de Oro (fue el último delantero italiano en recibirlo). Con la Juventus -los turineses pagaron el traspaso más caro de la historia del fútbol- levantó dos scudetti y una UEFA en cinco temporadas. Una época en la que el calcio reinaba en el mundo a golpe de lira, los turineses vivían aplastados por el rodillo del Milan de Arrigo Sacchi y el país, en plena guerra contra la mafia, se preparaba para albergar su primer Mundial. Luego, cuando se fue al Milan de Fabio Capello contribuyó con un scudetto más, pero no tuvo un papel tan protagonista porque debía alternarse con Savicevic. Con el Inter no levantó ni un solo trofeo y en las filas de la Nazionale llegó en 1994 a la final. Pero, todo el mundo sabe lo que pasó en el último minuto de aquel torneo.

Il Divino se quedó siempre a un centímetro de todo. En el Mundial de Francia 98, cuando Italia desafió a la anfitriona en cuartos de final -perdió en los penaltis-, la tuvo en los últimos minutos de la prórroga con una volea alucinante que pasó rozando el larguero: el no gol más bonito de la historia de la selección italiana.

Los tiempos que le tocaron no fueron los mejores. El cambio de modelo, la imposición del sacchismo en la selección del 94 -equipos más cortos, menos espacios- tampoco le favorecieron. En realidad, ningún sistema encajaba con su manera anárquica de entender el juego: Capello le desquició en el Milan y Mazzone no le entendió en el Bolonia (el reencuentro en el Brescia fue distinto). Ni siquiera está claro cuál era su posición real en el campo. A Platini, a quien sustituyó en la Juventus, se lo preguntaron una vez: “Es un nueve y medio”, respondió. Tuvo tanta mala suerte en la vida, que hasta le estafaron vendiéndole una cantera de mármol negro en Perú que no existía.

A Platini, a quien sustituyó en la Juventus, se lo preguntaron una vez: “Es un nueve y medio”, respondió. Tuvo tanta mala suerte en la vida, que hasta le estafaron vendiéndole una cantera de mármol negro en Perú que no existía.

Italia es un país joven y desunido. Un calabrés y un turinés -uno podrá entenderlo de los lugares comunes estéticos- comparten menos que un catalán y un andaluz. Las costuras de la república se desgarran fácilmente y la nación solo es capaz de permanecer unida ante dos grandes fenómenos: un Mundial y una catástrofe natural. El 17 de julio de 1994 en Pasadena, Roberto Baggio fue capaz de unir ambos fenómenos durante el segundo en el que mandó el balón a la grada en el penalti decisivo. El otro día contó que todavía sueña con aquel momento. Algunas noches, 27 años después, el balón entra y él corre a celebrar la esperada redención a la banda. Pero ni siquiera sabemos si la Nazionale hubiera ganado aquel Mundial con el gol. Y ni él hubiera sido Baggio ni Italia, quizá, el espejo roto en el que podemos vernos todavía.