Pedro Zuazua.- La memoria es un invento peculiar. Almacena cosas que ni tan siquiera uno sabe. Y las saca cuando menos se las espera. Así, de repente. Sin avisar. Y claro, te aparecen ahí unas imágenes que son un sindiós, pero que en el fondo significan algo, porque si no, ¿para qué las ibas a tener guardadas durante décadas?
En mi memoria hay varios grandes éxitos. Uno sería las tardes en casa de mis padres, cuando ponían toros en TVE y me escondía debajo de la mesa del salón para no verlos. He de explicar que una extraña asociación de ideas me hacía pensar que todo español tenía que ser torero y saltar a la plaza al menos una vez en la vida. También me acuerdo de la sintonía del programa de Maria Teresa Campos, que se llamaba ‘Pasa la vida’, y que sonaba mientras merendaba en la cocina. Ya ven ustedes qué recuerdos más útiles.
Michel era el puto amo. Pero el puto amo de verdad, no de los que hay ahora. Tenía todo lo que un adolescente de los 90 podía querer. Además de buen futbolista, era muy carismático. Tenía planta. Y era guapo. Antes, en los campos de fútbol, si eras guapo y carismático te llamaban “maricón”.
Tengo, también, un recuerdo imborrable del día en el que Michel se rompió el ligamento cruzado de su rodilla izquierda. Michel era el puto amo. Pero el puto amo de verdad, no de los que hay ahora. Tenía todo lo que un adolescente de los 90 podía querer. Además de buen futbolista, era muy carismático. Tenía planta. Y era guapo. Antes, en los campos de fútbol, si eras guapo y carismático te llamaban “maricón”, en una especie de resumen de todas las envidias y estrecheces mentales que -crucemos los dedos- van quedando poco a poco atrás. Era muy elegante. Siempre iba bien vestido. (Tenga en cuenta el lector que quien esto escribe fue criado en Oviedo, por lo que mi medida de la elegancia puede ser diferente a la suya. Pero en cualquier caso: era infinitamente más elegante que la mayoría de los futbolistas actuales).
Michel se rompió la rodilla izquierda en Anoeta, en la temporada 1994-1995. El Madrid vestía una camiseta morada de Kelme. Salió trotando del campo. “La verdad es que estoy bastante asustado”, declaró a los medios después del partido. Siete meses de baja.
Toda esa información utilísima surgió desde mi subconsciente 23 años después, cuando me rompí el ligamento cruzado de la rodilla izquierda. Sucedió en La Chopera, el campo de fútbol que hay en El Retiro. En una muestra de egocentrismo absoluto, suelo decir que fue justo la última jugada del partido. Y sí, claro que fue la última jugada. Pero solo para mí.
Recuerdo que fui a presionar un balón y que, al lanzar la pierna izquierda, sentí como si una onda pasara al lado de mi oído derecho. Algo raro y desconocido acababa de tener lugar en mi cuerpo. Algo similar a cuando en las películas hay una explosión y lo que sucede fuera del protagonista se escucha en otra dimensión. Me fui hacia el lateral y, de camino, le dije a un compañero: “Estoy muy asustado”.
Lloraba porque nunca me habían operado de nada y tenía miedo a la operación. Y también porque, de alguna manera, sabía que me estaba despidiendo de jugar al fútbol.
Luego me fui caminando a casa, con la rodilla hinchada como un melón. Cuando me dieron el diagnóstico, lloré. Lloraba porque nunca me habían operado de nada y tenía miedo a la operación. Y también porque, de alguna manera, sabía que me estaba despidiendo de jugar al fútbol.
La operación fue muy sencilla -firmaría ahora mismo que sean así todos los males de salud que tendré en el futuro-. Cuando estás en la sala de espera, junto a otras cuatro personas tumbadas en sus camillas esperando para entrar a quirófano, la situación es un poco de humor negro. Compartes el motivo de tu operación. Intentas hacer alguna gracia. Y te ríes un poco de lado.
Estaba tan nervioso que le cogí la mano a la enfermera que me llevó hasta el quirófano. Su compañero me hizo una broma sobre por qué no le había cogido la mano a él. Pero de verdad que no estaba intentando ligar. Cuando llegué a la mesa de operaciones, ante mi locuacidad, decidieron dormirme entero (en principio iba a ser epidural). Cuando me desperté, llevaba tal subidón que, ante mi inesperada y renovada locuacidad, decidieron dejarme solo a ver si me dormía de nuevo y se me pasaba. Un amigo me hizo una foto en la que salgo con el dedo gordo en alto. Creo que en aquella cama de hospital fue lo más cerca que estuve de sentirme futbolista.
Hice la rehabilitación como si fuera un deportista de élite. No he vuelto a pisar un campo de fútbol vestido de corto. Cuando sueño que disputo un partido y hago un giro, la rodilla me duele de verdad. Si va a llover, mi rodilla me avisa.
Hice la rehabilitación como si fuera un deportista de élite. No he vuelto a pisar un campo de fútbol vestido de corto. Cuando sueño que disputo un partido y hago un giro, la rodilla me duele de verdad. Si va a llover, mi rodilla me avisa. Una tarde de verano, en Ribadesella, unos niños me preguntaron si quería jugar con ellos. Me dio vergüenza decirles que no y me puse a ello. Durante algunos segundos me olvidé de la lesión y jugué con naturalidad. Pero hasta ahí. Nunca más.
Igual que los toros en Televisión Española y la sintonía del programa de María Teresa Campos, aquel recuerdo de Michel se mezcla ahora con la experiencia personal, y me lleva a mediados de los 90, unos años en los que el mundo parecía más manejable y mucho menos complicado que el actual.
Me pasa lo mismo cuando miro para la cicatriz en la rodilla, que me invade cierta sensación de melancolía. Porque me acuerdo de lo feliz que era jugando al fútbol. Y también de que ese tiempo ya no volverá. Por mucho que lo eche de menos. •
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