Sevilla 1993, por Jorge Decarlini

El escritor Jorge Decarlini fantasea con una ficción que pudo ser real, la coincidencia a principios de los 90 en un club sevillano de dos futbolistas excepcionales, uno veterano de nombre Diego, otro todavía niño llamado José Antonio.

Jorge Decarlini | ilustración de Víctor Cuenca.- El coche esquivó al camión en el último momento y se alejó de su bocina a toda velocidad describiendo una trayectoria zigzagueante. En un circuito, cualquier experto en Fórmula 1 calificaría de temeraria esa conducción; en la carretera de Utrera, a las cinco de la tarde, era prácticamente suicida. El Porsche volaba igual que en un videojuego: como si los accidentes fuesen inocuos, como si tuviera vidas extra.

Llegaba tarde al entrenamiento vespertino, un horario fijado en gran medida como deferencia hacia él. Levantó el pie del acelerador —no frenó— en cuanto creyó avistar a la policía por el retrovisor. Tampoco sería la primera vez: semanas atrás lo habían perseguido hasta darle el alto por ignorar el rojo de varios semáforos a 150 km/h. Los dos agentes aseguraron a la prensa que desconocían la identidad del infractor, y que si montaron el numerito de salir del coche patrulla empuñando sendas armas reglamentarias fue por pura casualidad.

Tampoco sería la primera vez: semanas atrás lo habían perseguido hasta darle el alto por ignorar el rojo de varios semáforos a 150 km/h. 

Por las dudas, antes de tomar el desvío hacia la ciudad deportiva puso el primer intermitente del trayecto. Desde su domicilio el chalet que le arrendó el torero, cualquier mortal habría tardado veintitantos minutos. Diego llegó en un cuarto de hora, si acaso.

El portero le saludó con la mano desde la garita. Él llevó su dedo índice al Rolex de la muñeca izquierda y después a los labios, en gesto de silencio, encogiéndose de hombros y mostrando por último una sonrisa cómplice. En la mano derecha lucía otro reloj, también de la misma marca, pero que señalaba la hora de su tierra natal.

En el aparcamiento, el Porsche destacaba entre los coches de sus compañeros como si hubiesen trasladado ‘Las meninas’ a un aula de la Facultad de Bellas Artes.

A lo lejos vio pasar a un empleado del club. Bajó la ventanilla y silbó.

—¡Paco! ¡Paco! —sacó el brazo para captar su atención—. ¡Vení!

Paco era un hombre multiusos, un manitas, si hubiera sido futbolista habría jugado de 5. A veces ejercía de chófer de Diego, y así cuajó una buena relación con el padre, con los amigos, y con todas esas personas no identificadas que solían rodearlo. Su famoso séquito.

—¿El Doctor volvió a empezar el entramiento sin mí? ¡Qué poca consideración, mamma mia! —dijo, pícaro.

A veces ejercía de chófer de Diego, y así cuajó una buena relación con el padre, con los amigos, y con todas esas personas no identificadas que solían rodearlo. Su famoso séquito.

Decidió no unirse a la sesión. Prefería inventar una excusa para justificar su ausencia que escuchar la enésima reprimenda por llegar a deshora.

Esa tarde había salido solo, cosa extraña, y no le apetecía regresar al chalet tan pronto. Cuando firmó su contrato lo hizo con la idea de establecerse dos o tres temporadas, pero la vida era complicada a veces, o casi siempre, y sabía que ya le quedaba poco tiempo en la ciudad. Brillaba un sol primaveral. Se le ocurrió cambiar el Trankimazin por un poco de aire puro, para despejarse, por probar.

—¿Tenés algo que hacer ahora? —preguntó a Paco.

El hombre para todo iba a recoger material deportivo. «Dale, yo te ayudo». El empleado fue incapaz de disimular una mirada que Diego supo interpretar al vuelo: se preguntaba si había trabajado con las manos alguna vez en su vida. Pensó en recordarle su niñez con siete hermanos hacinados en un dormitorio de la chabola venida a más a la que llamaban casa, donde no tenían agua potable, pero que, irónicamente, se encharcaba con el primer chaparrón por culpa de las goteras. Caminaba cinco kilómetros hasta la fuente pública, y de vuelta recorría los mismos cinco kilómetros cargando tachos de veinte litros para que los suyos pudieran beber y lavarse.

Pero Diego, en lugar de contarle todo eso, optó por darle a Paco una palmada en la espalda. “Andá, que yo te sigo”.

Antes de llegar a la caseta que hacía de almacén pasaron frente a un partidillo entre dos equipos alevines. A Diego aún le seguía volviendo loco cualquier balón, eso quizás no cambiaría nunca, y cuando no podía meterse a jugar, como era el caso, se quedaba mirando.   

Paco observaba el entrenamiento a su vera, callado, ensayando cómo decirle que tenía mejores cosas que hacer. Permanecieron un rato así, hasta que una jugada encendió la bombilla de Diego.

A Diego aún le seguía volviendo loco cualquier balón, eso quizás no cambiaría nunca, y cuando no podía meterse a jugar, como era el caso, se quedaba mirando.   

—Yo conozco a ese pibe.

Como su acompañante no se ubicaba, insistió:

—Aquel, el de la melena que parece un león —señaló—. Lo vimos un día. ¿No te acordás? Bueno, no sé si fue a vos, pero a alguien se lo dije.

La pelota volvió a caerle al niño con el pelo largo.

—¡Mirá qué gambeta le tiró, papá! —emocionado, entrecruzó las palmas de sus manos y repitió movimientos oscilantes—. ¡Golazo!

El partido terminó y Paco fue a cumplir el encargo de Diego, que permaneció alejado, sabedor de que su sola presencia revolucionaría el ambiente. Así había sido siempre en cualquier escenario, todos los días de su vida, desde que era adolescente.

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