Texto Javier Aznar.- Nada más cruzar la barrera de los 30 años empiezas a ver de golpe a todos los futbolistas mucho más jóvenes que tú, insultantemente más jóvenes, y es cuando la realidad te golpea: las puertas de la élite del fútbol internacional se te cerraron. Pasó ya ese tren. Se rompió el hechizo. Porque durante los 20, aún sigues creyendo que serás joven eternamente; ves a los futbolistas de igual a igual. Y te aferras al sueño. Pero llegan los 30 y es entonces cuando un día te despiertas y te das cuenta de que ya nunca serás futbolista. Adiós a llevar el diez en tu equipo favorito. Olvídate de jugar en Maracaná. Jamás ganarás un Mundial. No, no hay ojeadores de clubs italianos viéndote jugar en tu liga municipal. El movimiento natural, entonces, es empezar a gravitar hacia los banquillos.
Desde tu recién alcanzada madurez, abandonas el sueño de futbolista, mucho más vulgar e infantil, y empiezas a analizar de manera meticulosa el comportamiento de los entrenadores en el banquillo, en las ruedas de prensa, en su trato hacia los jugadores, y extraes sesudas conclusiones para cuando llegue esa llamada de un director deportivo: “Te llevamos tiempo siguiendo. Necesitamos tu ayuda”. Sabes que puedes hacerlo. No tienes ya el físico de antes, pero sí cerebro, experiencia y conocimiento. No por casualidad hiciste campeón de Europa al Plasencia en el PC Fútbol tres temporadas consecutivas. Sabes de fútbol, posees dotes de liderazgo (fuiste monitor en un campamento de verano), ves la Premier en tus ratos libres y escuchas los podcasts de Ecos del Balón.
Dudas mucho de que haya alguien mejor preparado que tú para liderar un equipo Champions. Por eso mismo, ahora que en breve comenzarán a rodar las primeras cabezas de entrenadores y varios banquillos quedarán huérfanos, quiero dejar aquí por escrito mi libreto de entrenador. Mi filosofía: Si yo fuera entrenador, daría discursos emocionales como Al Pacino en Un domingo cualquiera antes de cada partido, hasta que los jugadores me odiaran. Si yo fuera entrenador, mi primer encargo al club sería tener toda mi ropa de entrenamiento con mis iniciales serigrafiadas en la pechera, al más puro estilo Premier. Si yo fuera entrenador, tendría colgado un retrato de mis maestros, Popovich y Belichick, en mi despacho. Si yo fuera entrenador, daría un enérgico golpe en el pecho a cada jugador en el túnel de vestuarios justo antes de saltar al campo, como hacía Carlos Aimar en el Logroñés. Si yo fuera entrenador, nunca iría en chándal a los partidos. Mis modelos de estilo a seguir serían Mancini, Fatih Terim, Zidane (cuando no lleva la corbata a la altura del ombligo), Paul Tisdale y, por qué no, un Guardiola contenido.
Mis modelos de estilo a seguir serían Mancini, Fatih Terim, Zidane (cuando no lleva la corbata a la altura del ombligo), Paul Tisdale y, por qué no, un Guardiola contenido.
Si yo fuera entrenador, me haría amigo de Jürgen Klopp tan pronto como pudiera. Si yo fuera entrenador, trataría de sonreír más. Transmite seguridad. Y tendría siempre presentes las palabras de Mike Krzyzewski, Coach K, el mítico entrenador de baloncesto de la universidad de Duke y seleccionador de EE.UU.: “Un líder tiene que mostrar la cara que su equipo necesita ver. Porque, antes siquiera de que el entrenador murmure una palabra, los jugadores ya pueden leer su cara. Sus ojos. Incluso su forma de andar. Por eso siempre cuido la forma con la que me muevo en el vestuario. El lenguaje corporal. Antes de los partidos, siempre me muestro rápido, enérgico, con ganas, y con una sonrisa en la cara. Y luego digo algo como: Chicos, esta noche vamos a estar genial. Pero lo realmente importante no es tanto lo que diga, sino la imagen de seguridad que les transmita. La mirada”. Si yo fuera entrenador, intentaría implantar un modelo de juego con el que crear escuela: un falso nueve, una defensa de 3, el cuadrado mágico, una jugada de saque de banda, la jaula de Oliver y Benji… no sé el qué exactamente, pero algo. Soy así de ególatra. Si yo fuera entrenador, nunca entraría en el vestuario al acabar los partidos. También estaría los primeros cinco minutos del descanso sin hablar, dejando que los jugadores respiren, piensen y hablen entre ellos. Si yo fuera entrenador, tendría un ayudante solo para las jugadas ofensivas de estrategia, y otro para las defensivas, como en la NFL. Si yo fuera entrenador, nunca me metería en el banquillo cuando nos marcaran en contra, y sí lo haría al meter gol mi equipo.
Si yo fuera entrenador, nunca entraría en el vestuario al acabar los partidos. También estaría los primeros cinco minutos del descanso sin hablar, dejando que los jugadores respiren, piensen y hablen entre ellos.
Esto es algo que Corona, capitán del Almería, alababa siempre de Lillo: asumir responsabilidad en la derrota, no acaparar protagonismo en la victoria. Si yo fuera entrenador, tendría terminantemente prohibido que mis jugadores fingieran lesiones para parar los partidos. No hay nada que me dé más asco. Si yo fuera entrenador, nunca ficharía a jugadores de mi exequipo: es una traición y una muestra de debilidad e inseguridad. Si yo fuera entrenador, no haría capitán de mi equipo al que más años lleve. El carisma no va necesariamente ligado a la experiencia.Si yo fuera entrenador, intentaría acabar entrenando a alguna selección exótica a cambio de un dineral. Capello en Rusia es el ejemplo a seguir. Son los nuevos cónsules. Si yo fuera entrenador, en las cenas de mi equipo tendría una mesa aparte en la que estuvieran desterrados aquellos jugadores que se han pasado con la báscula, una mesa de gordos, vaya, hasta conseguir que volvieran a su peso ideal. La profesionalidad no se negocia.
Si yo fuera entrenador, intentaría acabar entrenando a alguna selección exótica a cambio de un dineral. Capello en Rusia es el ejemplo a seguir. Son los nuevos cónsules.
Esto es algo que me dijeron que suele hacer Marcelino García Toral, probablemente el entrenador de la Liga que más admiro desde que consiguió el milagro de clasificar al Racing de Santander para la UEFA. Si yo fuera entrenador, no me quitaría la medalla de plata cuando te la colocan tras perder una final. Y no permitiría a mis jugadores que se la quitaran. Es una falta de respeto. A uno mismo, para empezar. Si yo fuera entrenador, trataría de usted a los jugadores, como hacía Luis Aragonés. Si yo fuera entrenador, jamás me metería con los pelos, tatuajes y pendientes de los futbolistas. Nunca perdonaremos a Passarella por privarnos del mejor Redondo por diferencias capilares. Si yo fuera entrenador, estaría todas las mañanas antes de los entrenamientos en el gimnasio, y mi dieta sería estricta. No hay mejor orden que el ejemplo. Simeone, Zidane o Conte están como un pincel. Y sus equipos también. Si yo fuera entrenador, no hablaría de los árbitros. Pero sería exigente con ellos. Si yo fuera entrenador, mis ruedas de prensa serían como las de Marcelo Bielsa. Las daría con esas gafas con cordones, de hecho.
Si yo fuera entrenador, no trataría de echar pulsos a mis jugadores para mostrar mi autoridad. Si yo fuera entrenador, y quisiera fichar a un jugador joven desconocido, vería los vídeos de sus tres mejores y de sus tres peores partidos. Así decía Boza Maljkovic que lograba formarse una idea perfecta de los jugadores que le querían encasquetar representantes y directores deportivos; viendo cómo se maneja un jugador en su mejor y peor escenario. Si yo fuera entrenador, haría debutar a muchos jóvenes para que, por pura cuestión estadística, alguno triunfe el día de mañana y luego dijeran en todos los medios que YO le hice debutar. Que YO le descubrí. Que YO confié en él.
Y pasados los años iría concediendo entrevistas sobre cómo yo vi en él algo especial. Algunos me tacharán de pura demagogia, y no se confundirán. Si yo fuera entrenador, como veis, no tendría miedo a copiar y a robar métodos e ideas de otros entrenadores. Tanto de los que admiro como de los que no me gustan. Porque en el fútbol, como en el arte, las ideas completamente originales no existen. Lo que sí existe son las combinaciones únicas. Y, por último, tendría siempre presente que lo realmente inmaduro es dejar de soñar cuando hablas de fútbol. Porque los juegos se hicieron para eso. Y pobre de aquel que deje de hacerlo. •