Julio Ocampo.- Cuando en los noventa no existía la posibilidad de ver en directo todos los partidos de campeonatos extranjeros, había que esperar al lunes para que Canal+ reportara los resúmenes del fútbol internacional. Italia, la Serie A… Sí, el Calcio italiano concretamente, era una pasada. Estaba atiborrado de Balones de Oro, tenía estadios enormes, macizos, brutalistas u obsoletos, y sus futbolistas -anárquicos, geniales e indolentes- daban pavor cuando se enfrentaban después a conjuntos españoles. Mostraban ese aura desenfadada de alguien que se siente superior.
Uno les preconizaba, les miraba con respeto, admiración y cautela. Parecían muy lejanos, muy grandes, muy buenos. En realidad, lo eran. Sí, era un país anacrónico en conceptos, pero vanguardista en otras muchas cosas. Hubo un momento, sí, en que se ansiaba ese dichoso lunes, normalmente acicalado de sorpresas. Una de ellas era comprobar si había anotado de penalti Beppe Signori (provincia de Bérgamo, 1968). Parece una banalidad, pero sus lanzamientos eran de culto. No había carrerilla, y eso nos privaba de ver mejor su fornida pierna izquierda, su flequillo rebelde, su perilla descuidada y el brazalete de capitán.
El prodigioso talento zurdo (ex Lazio o Foggia) creó un estilo. Él, en sí mismo, se erigió en marca registrada. Era una gozada ver ese gesto sofisticado y modernista en un físico tan menudo e hirsuto. Era un orgasmo rápido. Así comienza -no podía ser de otra manera- la charla por teléfono con Líbero, a quien atiende desde su querida Bolonia, donde vive con su familia.
Es entrenador, pero sobre todo enseña fútbol en su academia. Se llama Giuseppe, pero a nosotros, desde aquellos tiempos lejanos del Plus, nos gustaba llamarle por el nombre abreviado. Era más cool, más cercano, y respondía a esa necesidad de querer apropiarnos de algo que, sencillamente, encantaba, aunque no nos pertenecía. “Todo comenzó viendo una noche un torneo de dardos”, anticipa. Beppe era una trampa bella. Un duende que quisimos tener, pero le dibujábamos imposible.
Vienes de una familia católica, devota del Padre Pío. Leí una vez que tu madre le llevó una camiseta interior tuya para que la bendijera, y que eso de alguna manera te salvó la vida.
Cuando estaba en el Foggia tuve un accidente de tráfico bastante fuerte. El coche quedó completamente destrozado, mientras que yo salí sin rasguño alguno. Llevaba la camiseta puesta debajo. La de mi madre, sí. Recuerdo que poco después fue beatificado. Le hicieron santo. Era 1989, y el coche patinó en la carretera. Puedo dar fe, desde aquello, que estoy entre los milagros de Padre Pío.
Tu talento y espontaneidad, cada vez más extraños en Italia, sólo pueden venir de la calle.
En realidad, del oratorio de mi pueblo (nació en Alzano Lombardo). Jugábamos a fútbol siete, porque no existían los campos grandes de once contra once. Esos terrenos donde disputábamos los partidos tenían una especie de gravilla. No podías caerte, de lo contrario te levantabas toda la piel. No sé si la calidad nació de allí o es genética. El caso es que era un momento fantástico el poder reunirme allí con otros compañeros para esas pachangas. Pero sí, el regate y el tiro quizás nacieron conmigo.
Yo quedaba con mis amigos los lunes a mediodía -después de clase- para ver los resúmenes del Calcio, retransmitidos por Canal+. Una vez marcaste tres goles de falta en un partido (Lazio 3-1 Atalanta, 1994). Lo que más nos gustaba era verte lanzar penaltis. Era un espectáculo, porque jamás habíamos notado nada igual.
La paradoja es que yo jamás fui tirador de penaltis. La historia es que cuando me fichó la Lazio (1992) necesitaba uno, porque se había marchado Rubén Sosa. Zoff nos preguntó, nos dijo quién se sentía preparado. Levanté la mano. Entonces, recuerdo que una noche estaba en casa viendo en la tele el campeonato del mundo de dardos… Bueno, ahí comenzó.
*Lee el resto de la entrevista en la edición 52 de Líbero, aquí a domicilio.