Silencio

El músico de Vetusta Morla Guille Galván se pregunta si hay mayor miedo escénico en la música y el fútbol que el de enfrentar la carencia de espectadores. Ese público que retratra magistralmente Stuart Roy Clarke, autor de la serie ‘The Homes of Football’.

*Guille Galván.- El sonido de un partido de fútbol a puerta cerrada es mucho peor que el del silencio. Un estadio vacío emite gruñidos insospechados de comensal solitario. Los cubiertos contra el plato suenan molestos y el currusco de pan, girando entre carrillo y mandíbula es ajeno y desagradable en la reverberación de una cocina vacante. De la misma manera, una cancha en penitencia acaba siendo demasiado parecida a un regalo sin papel de envolver que deja de ser regalo para convertirse en mero objeto, materia incompleta. Aparecen entonces ruidos que no deberían estar ahí porque forman parte de las tripas del conjuro y hacen que al truco se le vean las costuras. Tanto es así que la condena más dura para un equipo, lo saben los que mandan, peor incluso que el destierro, suele ser la humillación de obligar a jugar sin nadie en las gradas. A menudo a los músicos nos sobrevuelan fantasmas similares relacionados con el mismo vacío y sus curiosas estridencias. Porque el silencio suena, vaya que suena.

Una cancha en penitencia acaba siendo demasiado parecida a un regalo sin papel de envolver que deja de ser regalo para convertirse en mero objeto, materia incompleta

Tememos, por ejemplo, escucharlo en el motor de los hielos de la barra del garito, en el ruido de masa de algún cable o en esa conversación intrascendente de la pareja de tercera fila, justo antes de iniciar la canción más importante del repertorio. Ruidos que ponen de relevancia el agujero y hacen que el hechizo desaparezca mientras la capilla del escenario va perdiendo sus atributos mágicos. ¿Prefieres tocar en estadios, pabellones o salas? nos preguntan a menudo en las entrevistas. Me da igual el tamaño, lo único que pido es que el recinto esté lleno. Porque un campo hasta la bandera, o un local sold out es una bendición que impide esos silencios. Y quien niegue que está allí, al fin y al cabo, por un aplauso que aplaque la vanidad que todos llevamos dentro, miente. Por lo menos, un poquito. “I wanted to play football for the coach”, confesaba Lou Reed en los primeros versos de Coney Island Baby. Sería difícil, pues, explicarle a un extraterrestre la relevancia del deporte como espectáculo o entender la cultura pop sin la cuarta pared, su juicio y sus medallas.

Sería difícil, pues, explicarle a un extraterrestre la relevancia del deporte como espectáculo o entender la cultura pop sin la cuarta pared, su juicio y sus medallas.

Se convierten entonces en un trío de baile indivisible; solidario en muchos casos, receloso en otros. Ante la duda de a quién quieres más, si al jugador o a la pelota, yo siempre elegiría lo segundo. Cuando la extraña pareja salga dividida y el balón haga una parábola en el aire camino de la portería rival, el público levantará la vista y será infiel durante unas milésimas al delantero centro de su equipo favorito. Igual que sucede en esta foto donde asoma el silencio enrarecido de los campos inertes. Será un segundo, quizás menos. El impulso previo necesario para el do de pecho de estos niños de coro rojiblanco inglés. Un black out de ánima helada donde nadie es capaz de articular palabra hasta saber si la trayectoria final del balón merece un Yes!! o en un Ohhh!!! y el destino de la nueva estrella local está más cerca del cielo o del infierno. Porque en definitiva el milagro y todas sus bandas sonoras suceden alrededor de la pelota no de los calzones de nuestros ídolos. •