Eduardo Sacheri.- Ahí estamos. Despertándonos al día siguiente con una mezcla de dolores viejos y dolores nuevos. Diciéndonos que ya es suficiente. Que ya basta. Que ya tuvimos demasiado. Que es más lo que nos quita que lo que nos da. Que ya estamos en una edad como para quedarnos en nuestro sillón y ver cómo juegan otros, que lo hacen infinitamente mejor que nosotros.
No fue siempre así. Bueno: siempre hubo otros que jugaron mejor, mucho mejor que nosotros. Pero existió una época en la que eso no nos preocupaba. A los 12, a los 15 o a los 20 años sabíamos que no estábamos bendecidos por el talento. O al menos, no con la dosis suficiente de talento como para convertir el fútbol en nuestra profesión. No nos importó. Había muchos otros a los que les sucedía lo mismo. Podíamos, en consecuencia, juntarnos entre nosotros, los que carecíamos de condiciones técnicas pero teníamos, en abundancia, deseos y disposición para jugar. Y jugamos. Vaya que jugamos.
A los 12, a los 15 o a los 20 años sabíamos que no estábamos bendecidos por el talento. O al menos, no con la dosis suficiente de talento como para convertir el fútbol en nuestra profesión. No nos importó.
Algunos se adaptaron rápidamente a mudar de dimensiones y de superficies. Si no se podía jugar sobre césped de verdad bien valía el sintético o el piso de madera o de cemento. Y si no había a mano un campo de juego de los de verdad, de los de once contra once, pues lo que hay que hacer es jugar cinco contra cinco, o seis contra seis y santo remedio. Algunos -tal vez envidiados por el resto- pudieron persistir dentro de los marcos de la mejor ortodoxia. Pero fueron los menos. Y no tanto por cuestiones físicas como numéricas, y no hablo de años acumulados, sino de compañeros perdidos. No es lo mismo juntar diez tipos para un cinco contra cinco que juntar veintitantos para un partido de once contra once con sus reemplazos.
ILUSTRACIÓN» El artista Gervasio Ciaravino ilustra el texto de Sacheri.
Porque esa, la del número decreciente de candidatos, es una de las dos grandes batallas que, a la larga, terminaremos por perder. Iremos mudando de compañeros y de rivales. Al principio jugábamos con nuestros amigos. Los del barrio, los de la escuela, o los del club. Mejor dicho. Jugábamos con todos ellos, los días pares y los impares, en la semana y los fines de semana. Éramos tantos que lo complicado era garantizarse un sitio. Pero pasó el tiempo y la cosa cambió. Uno se empezó a parecer a esos japoneses de la Segunda Guerra Mundial que quedaron solos en la selva, sin compañeros a la vista, y siguieron peleando por pura inercia. Pero claro, como al fútbol uno no puede jugar a solas, nadó a la desesperada hasta la isla más cercana para juntarse con otros sobrevivientes.
Uno se empezó a parecer a esos japoneses de la Segunda Guerra Mundial que quedaron solos en la selva, sin compañeros a la vista, y siguieron peleando por pura inercia. Pero claro, como al fútbol uno no puede jugar a solas, nadó a la desesperada hasta la isla más cercana para juntarse con otros sobrevivientes.
Y con un puñado de estos, dos de aquéllos, y tres de los de más allá, siguió jugando. Y como sucede siempre en la vida, cuando apretó la miseria fue poniéndose menos exigente. Primero importaba mucho que fueran buena gente y que tuvieran buen pie. Después importó menos. Ahora, en el crepúsculo de nuestra carrera deportiva, nos conformamos con que no sean asesinos seriales y puedan devolver un balón con un mínimo de criterio. *
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