Jorge Decarlini (ilustración. Teresa Aledo).- En el estante superior se topa con una variada oferta de mejillones en escabeche. Debajo lo mismo, pero con calamares bañados en salsa americana. Frunce el ceño. Mira a izquierda y derecha; las conservas lo tienen rodeado.
Divisa un reponedor en la zona de los congelados.
-¿La cerveza dónde la habéis puesto?, escupe sin preámbulos.
-Sí, a ver... -el empleado hace memoria-. Están en el segundo pasillo empezando por la izquierda -refuerza sus palabras con una indicación manual-. Es que acabamos de cambiarlo todo.
“Pues ya son ganas de liar a la gente”, masculla girándose. Debe recorrer medio supermercado porque alguien, probablemente un imbécil trajeado, intenta justificar su sueldo aplicando el desfasado estudio de distribución de artículos que en su día copió del PowerPoint de algún profesor holgazán en una universidad privada de chichinabo. Rumia todo eso camino de la nueva ubicación de las bebidas alcohólicas. Elige un paquete de seis latas.
Hace cola frente a la única caja abierta: una treintañera con pinta de secretaria ejecutiva que trabaja demasiado embolsa el surtido de ensaladas y latas de atún y tomate rallado y queso fresco y aguacates y demás productos sanos que no requieren cocina. Él mira su reloj, y luego a la secretaria ejecutiva, que paga su compra. Tan ocupada no estará, piensa, si se le va a caer el coño al suelo.
Todavía tiene por delante a una señora con un carro repleto. Abnegada ama de casa, raíces desteñidas, madre de dos hijos que no toleran más merienda que la bollería industrial y un marido cuya única contribución a las labores domésticas consiste en reponer el papel higiénico. Esa misma señora, poco tiempo atrás, le habría cedido el sitio al verlo con un solo artículo, pero esa época ya pasó y ahora evita su mirada mientras descarga con parsimonia, casi recreándose, su carro desbordante. Él se lamenta para sí, aunque a punto de hacerlo audible. La señora se marcha al fin, no sin antes extraer de su cartera todas las tarjetas imaginables, incluido un puto descuento infantil para un parque acuático que cerró hace tres años.
-Ya he descubierto tu sistema, avisa la cajera tras intercambiar el saludo protocolario.
-¿Cómo dices?
-Lo de las cervezas -habla cual niña ufana que ha desentrañado un misterio-. Los fines de semana te llevas un paquete de Alhambra, los demás días uno de Estrella Galicia.
La pantalla indica el precio en cifras verdes y el ticket sale por la ranura, pero la cajera parece tener ganas de cháchara. Él trabaja desde casa y vive solo, y en otras circunstancias hasta agradecería la conversación, pero no en este preciso momento.
-¿Es o no?, inquiere ella.
-Pues sí, la verdad es que sí, admite.
-¿Y eso por qué?, insiste la cajera.
-Cosas mías, dice él, sin mucho ánimo de justificarse.
-Chiquillo, ¿me vas a dejar con la duda?, remata la pregunta con una sonrisa.
El importe asciende a 2,74 euros. Entrega el billete de cinco que ya traía preparado y ella le da el cambio, pero no dice gracias por su compra ni que pase un buen día ni nada por el estilo. Sigue mirándolo fijamente, anclada a la pregunta que le ha formulado.
-Pues que cambio de marca en función del partido -termina respondiendo-. Depende si es Liga, o Uefa... Yo qué sé.
-Te gusta mucho el fútbol, ¿no?, observa ella.
“¿Cómo se responde a esa pregunta?”, dice él mentalmente.
-Hijo, es que una pasa aquí todo el día, que tengo el culo ya que parece una tabla, añade.
Un anciano recién llegado empieza a colocar su compra sobre la cinta transportadora.
-En la cafetería lo ponen siempre, el fútbol -explica la cajera mientras señala el establecimiento aledaño, ubicado dentro del propio supermercado-. Y echan todos los partidos, me parece a mí. Viene mucha gente, ¿eh?
Luego pasa por el lector los primeros productos del anciano.
Su regla es inexcusable: la cerveza tiene que estar en el congelador cuarenta minutos antes del partido, y como el trayecto hasta casa le ocupa cinco y medio, casi seis, ya va oficialmente retrasado.
Su regla es inexcusable: la cerveza tiene que estar en el congelador cuarenta minutos antes del partido, y como el trayecto hasta casa le ocupa cinco y medio, casi seis, ya va oficialmente retrasado. El supermercado vende latas frías, es consciente de eso, pero sospecha que no producirían el efecto deseado y prefiere no arriesgar.
Por el camino continúa consigo mismo la conversación de la cajera. Claro que ponen los partidos en la cafetería, pero antes se corta un brazo que verlos allí o en cualquier otro bar. Es una cuestión de salud: sudaba, se le aceleraba el pulso, las sienes parecía que le iban a explotar... Un día intentó aislarse del ambiente con unos auriculares, pero la radio se adelantaba a las imágenes y le quitaba toda la gracia. Así que decidió que ningún sitio como en casa para ahorrarse dinero y peleas. No soporta los comentarios de los aficionados rivales, pero todavía menos a los de su equipo. Subnormales, subnormales todos.
Nada más llegar al piso guarda la cerveza en el congelador. Quince minutos antes del pitido inicial pasará todas las latas a la nevera, a excepción de una que abrirá para el picoteo y otra que dejará enfriándose aún más. Luego beberá la segunda y devolverá otra al congelador y así hasta la última, que suele hacer coincidir con el minuto ochenta. El sistema funciona como una cadena engrasada.
Odia las previas. Con las alineaciones ya publicadas, lo último que necesita es enervarse por culpa de un grupo de periodistas sonrientes subrayando los condicionantes y las posibles repercusiones del choque.
Pero para el partido aún queda media hora, una eternidad. Procura no encender el televisor hasta que falten solo cinco minutos, justo cuando aparecen los jugadores en el túnel de vestuarios prestos a saltar al campo. Odia las previas. Con las alineaciones ya publicadas, lo último que necesita es enervarse por culpa de un grupo de periodistas sonrientes subrayando los condicionantes y las posibles repercusiones del choque. ¿En qué se creen esos payasos que ha estado pensando él toda la semana?
Escudriña la puerta del congelador: el refrigerante gaseoso debe estar llegando hasta el compresor para calentarse, las bobinas lo enfrían y lo convierten en líquido, que circula hasta la válvula de expansión para volverse una neblina fría, que se evaporará y se transformará de nuevo en gas, enviado al compresor.
“¿Por qué carajo me gustará a mí el fútbol?”, se pregunta, de repente, en voz alta.
Con lo bonito que sería dedicar ese tiempo inútil a cultivar la meditación o el avistamiento de aves, a convertirse en un experto filatélico, o apuntarse a un club de patchwork como la vecina de enfrente que, aunque no sabe ni pronunciarlo, mira qué contenta va siempre. Con lo edificante que resultaría aprender una lengua muerta, tocar un instrumento de cuerda, la jardinería, la ebanistería, la taxidermia incluso, y nada, ahí, al puto fútbol. Sueña con apagar el móvil y caminar por los pinares, conducir por autopistas interminables hasta que todo termine, meterse en el cine y conocer el resultado a la salida, ahorrándose el sufrimiento. Pero es incapaz. Lo sabe. Lo ha intentado. La última vez que se perdió un partido fue por culpa de la boda de su mejor amigo, causa de fuerza mayor, o al menos así la calificó el susodicho, circunstancia que él aceptó a regañadientes aventurando que el matrimonio nacía gafado, y que por tanto se rompería en menos de dos años, como así fue. Cargó durante mucho tiempo con ese peso: no el divorcio del amigo, sino la responsabilidad de aquella derrota por no ver a su equipo.
La elección del alimento en cuestión también varía según qué torneo se juegue, y hoy tocan frutos secos. Saca el bol de siempre, el de la rajita en el borde, pero cuando va a la estantería no encuentra nada.
Un cuarto de hora para el pitido inicial; hora de picar algo. La elección del alimento en cuestión también varía según qué torneo se juegue, y hoy tocan frutos secos. Saca el bol de siempre, el de la rajita en el borde, pero cuando va a la estantería no encuentra nada. Revisa el mueble de arriba abajo: los frutos secos se han esfumado.
Intenta no entrar en pánico. Calcula si dispone del tiempo suficiente para comprar un paquete nuevo, o si en cambio debe resignarse y jugársela con los encurtidos, aunque no sea su día y desconozca qué funestas consecuencias podrían acarrearle.
Sale hacia el supermercado. Se enfrenta a un escenario no contemplado por culpa de un error garrafal. Mira el reloj y acelera el paso. No voy a ir corriendo, piensa, que tampoco es que esté mal de la cabeza.
Se siente capaz de llegar hasta el estante de los frutos secos con una venda en los ojos, siempre que algún espabilado no los haya cambiado de sitio. Por fortuna, siguen en el pasillo correcto. Y la apertura de una segunda caja le permite evitar a la cajera preguntona.
De regreso a casa, trata de recordar cuándo incorporó el picoteo a su ritual. Algunos elementos los arrastra de temporada en temporada, otros solo los utiliza fugazmente, exprimiéndolos mientras conservan su poder. También elaboró una lista de prohibiciones que entran en vigor antes y/o durante el partido, y que mantiene en constante crecimiento: vestir alguna prenda con el escudo de su equipo; llevar dinero suelto en un bolsillo; el vino; las zapatillas de andar por casa; ver resúmenes de victorias históricas, o compilaciones de goles; hablar por teléfono al descanso; remangarse; gritar a los jugadores por su nombre de pila; cenar; acumular más de dos latas vacías sobre la mesa; echar hacia atrás el respaldo del sofá. Siempre permanece atento a estos vetos, porque saltarse aunque sea uno solo desencadenaría la catástrofe. Tampoco se levanta a repostar si el balón está en juego, y aguanta las ganas de mear hasta que uno de los entrenadores ordena alguna sustitución. Si el rival se aproxima a la portería, jala de la tela de su pantalón, concretamente de la parte interna de la rodilla, aunque si la amenaza es a balón parado se cruza de brazos. Y en cada acción prometedora de su equipo da un sorbito a la cerveza.
Los últimos doscientos metros del camino de vuelta del supermercado, como ve que no llega, los hace corriendo.
Los jugadores vocean los típicos ánimos inconexos en el túnel. Entra en la cocina chorreando sudor, saca la cerveza del congelador y se calma con el trago casi helado que le baja por la garganta.
Enciende la tele entre jadeos. Los jugadores vocean los típicos ánimos inconexos en el túnel. Entra en la cocina chorreando sudor, saca la cerveza del congelador y se calma con el trago casi helado que le baja por la garganta. Engulle dos puñados de frutos secos y comienza el montaje: enciende la lámpara auxiliar y apaga la luz principal; sube el volumen del televisor a cuarenta, ni uno menos, ni uno más; cierra la ventana y corre las cortinas; sitúa con cuidado los cojines, el más grande en el centro; deja la cerveza casi al borde de la mesa, y junto a ella dispone en una perfecta línea paralela el móvil y el mando, ambos bocabajo.
El árbitro concluye el sorteo de campo. El partido va a empezar de un momento a otro. Él echa una última mirada alrededor para cerciorarse, y todo está, por fin, en orden.
Lo ve clarísimo: con su ritual son invencibles. Tienen que serlo. Pero esta vez de verdad, no como la semana pasada. •
*Este relato de Jorge Decarlini forma parte de la nueva edición de Líbero. ¿Te ha gustado? Adquiere el ejemplar a domicilio aquí y nos ayudas a seguir publicando. Gracias.