*Texto Toño Angulo Danieri Ilustración Artur Galocha.- Yo estaba tumbado en mi cama, de madrugada en Madrid. De siete partidos, habíamos perdido cinco y empatado con Venezuela en Lima. Cuatro puntos en mano de veintiuno volando. Obligados a mirar los puestos que daban la clasificación al Mundial otra vez con tortícolis, desde muy abajo, lo que los hinchas peruanos en el fondo esperábamos era el fracaso. Es decir, uno más. Lo cual, me temo, debe de ser la única estrategia de supervivencia psicológica que se puede tener en un país con todos los últimos presidentes en prisión por corruptos.
Y los que no, fugados o negociando pactos cochinos para no tener que compartir con sus colegas la comida del rancho carcelario. Pero en septiembre de 2016, Perú le ganó a Ecuador 2 a 1 en su octavo partido por las eliminatorias al Mundial de Rusia. Lo sorprendente no fue el resultado. En un mundo sensato, paralelo al peruano, ganar con las justas un partido que se juega de local no debería sorprender a nadie. Lo que llamó la atención fue cómo lo hizo, con algunos futbolistas hasta entonces considerados suplentes en la selección nacional.
En septiembre de 2016, Perú le ganó a Ecuador 2 a 1 en su octavo partido por las eliminatorias al Mundial de Rusia. Lo sorprendente no fue el resultado.
Antes de ese partido, las palabras «triunfo», «clasificar» y «Mundial» eran para los aficionados peruanos como una dirección mal anotada que para colmo nos quedaba lejos. En las alineaciones titulares consensuadas hasta por los nietos de los dirigentes de la Federación, nuestras estrellas internacionales brillaban, pero fuera, en sus clubes europeos o donde buenamente estuvieran esperando la jubilación. Al Perú llegaban para ver a sus familiares, salir de fiesta con los amigos y, ya de paso, jugar uno o dos partidos vistiendo la blanquirroja.
Ante esta irredimible vocación por habitar las mazmorras del mundo, el que una selección peruana no hubiera vuelto a clasificar a una Copa del Mundo desde 1982 era (y siempre será) lo de menos. Entre medias hemos padecido la barbarie terrorista de Sendero Luminoso. Hemos tenido a Alan García dos veces de presidente. Y, en la misma línea, a los Fujimori robando de lo lindo durante una década y a Alejandro Toledo desperdiciando la oportunidad histórica de ser nuestro Churchill después de la Segunda Guerra Mundial, un gobernante borracho pero honesto. Si para algo sirven los fracasos futbolísticos que se aguardan de antemano es para contrarrestar la ilusión que conlleva esperanzarse en algo. No es que esperanzarse sea malo. Lo malo es la moneda que con la que nos suelen pagar desde el poder por esa ilusión. La moneda del desprecio.
Hemos padecido la barbarie terrorista de Sendero Luminoso. Hemos tenido a Alan García dos veces de presidente. Y, en la misma línea, a los Fujimori robando de lo lindo durante una década y a Alejandro Toledo desperdiciando la oportunidad histórica de ser nuestro Churchill
Aun así, uno de los misterios más maravillosos del fútbol es que cada partido se juega varias veces. La primera vez sucede en la cancha. Años después, el partido se sigue jugando en la cabeza del hincha, sobre todo en los tiempos en que no existían las videograbadoras portátiles ni mucho menos internet. Tras esa ajustada victoria jugando de locales ante los ecuatorianos, lo que los aficionados teníamos que rebobinar era, siguiendo aquella verdad futbolera que condensó Faulkner en Luz de agosto, la memoria que cree antes que el conocimiento recuerde. Una ilusión a la peruana, hecha de perplejidad, escepticismo y mucho de fe ciega. •