Pedro Zuazua.- Un servidor divide su vida entre Madrid y Oviedo. Una parte importante de esa división se queda en el tren -9 horas ida y vuelta- pero eso es otra historia. En ambas ciudades, por puro azar o por algún trayecto indescifrable del subconsciente, tengo la morada en el centro histórico. En los espacios en los que los domingos se instala el Rastro, en concreto. Cascorro en Madrid. El Fontán en Oviedo.
Lejos del bullicio de los fines de semana, el resto de días son plazas y calles en las que, terrazas a un lado, todavía queda espacio para el juego, la imaginación y la diversión. En las últimas semanas, con la llegada del buen tiempo, se ha dado en ambos barrios un importante incremento de niños jugando al fútbol. Disputando partidos. En la madrileña Ribera de Curtidores se organiza una pachanga de mucho mérito, ya que la plaza que hace las veces de terreno de juego tiene un desnivel considerable. Hay un equipo que ataca claramente cuesta abajo y otro que lo hace casi en escalada. Dirán ustedes que se compensa bajando a defender con mayor facilidad, pero no estoy muy seguro de que así sea, porque cada vez que les meten un gol tienen que correr calle abajo a por la pelota.
Dirán ustedes que se compensa bajando a defender con mayor facilidad, pero no estoy muy seguro de que así sea, porque cada vez que les meten un gol tienen que correr calle abajo a por la pelota.
En la ovetense plaza del Fontán, las cosas están un poco más claras. La plaza tiene aires de corrala -es parte de un rectángulo de edificios de dos y tres plantas-. Hay un lado dedicado a las terrazas y otro para el libre albedrío. Eso sí, con porterías. Las columnas de los soportales ejercen de postes y, dado que el techo es demasiado alto para los niños, entra en juego la famosa medida internacionalmente aceptada, que no es otra que la palabra “alta” para definir cualquier tipo de pelota que vaya más arriba de lo que el portero considera que sería justo.
FONTÁN» El estadio urbano infantil de Oviedo. Foto. Wikipedia
Puede darse algo de debate, pero cuando se pronuncian esas cinco letras está claro que o bien el gol no va a ser tenido en cuenta o que en ese instante la realidad de bifurca en dos y, entonces, cada equipo lleva su propia contabilidad. Eso pasa mucho ahora, que no hay consenso sobre los hechos y cada uno tira por su camino.
¿Todas estas observaciones para qué? Pues porque el otro día, mientras observaba a un chaval tropezarse una y otra vez con el balón intentando regatear a los rivales, en lugar de fijarme en si habría allí algún futuro talento para el Oviedo -a ese nivel llegó mi pasión, a llamar al club cada vez que veía a alguien bueno jugando en la calle-, pensé en cómo habría llegado hasta allí el balón con el que estaban jugando. Y, todavía no sé por qué, regresé en cuestión de segundos hasta el colegio y los recreos. Intenté recordar a los compañeros de clase que llevaban el balón a la escuela, y fui incapaz de ponerles cara. Mucho menos nombre. Pero qué sensación la de ver un balón de fútbol quieto en la esquina de la clase. Qué promesa de felicidad.
Pero qué sensación la de ver un balón de fútbol quieto en la esquina de la clase. Qué promesa de felicidad.
¿Hay algún acto de generosidad y de responsabilidad mayor, cuando eres niño, que poner a disposición de todos un bien tan preciado como un balón? De responsabilidad en el sentido de que tenías que, primero, acordarte cada mañana de llevarlo a clase, estar pendiente de recogerlo después de cada recreo y no olvidártelo al final de la jornada. A mí eso me parece un pequeño milagro cotidiano. Aunque también es verdad que había pocos placeres aparentemente más apetecibles que el de ir por la calle dando toques al balón, metido en una bolsa de plástico que el susodicho llevaba en la mano. Digo aparentemente porque luego lo probabas y aquello era bastante monótono y aburrido.
Pero, sobre todo, de generosidad. Porque aquellos pequeños héroes del colegio repartían felicidad a todos sus compañeros de clase. Y lo hacían a pesar de los múltiples peligros que puede ofrecer un patio: que alguien embarcara -qué palabra- el balón; que se pinchara; que te lo robaran; que por arte de magia pasara a formar parte del ajuar deportivo del colegio. Porque no estábamos hablando de balones cutres, ¿eh? Estamos hablando de gente realmente generosa que llevaba al colegio su Questra o su Etrusco, a los que no les importaba que esos esféricos, diseñados para el césped, rasparan sus octógonos contra las pistas de cemento.
Estaba ya a punto de escribir a algún antiguo compañero de clase para preguntarle si él recordaba a la persona que llevaba el balón al colegio cuando me acordé de dos pelotas que tenía en casa. Una era de plástico, con el escudo del Oporto, y la utilizábamos para jugar en el hall. El otro era un Tango. Podríamos decir que era uno de los buenos. Lo guardé en el armario durante años. Deshinchado. Allí se quedó hasta que, pasadas la infancia y la adolescencia, decidimos regalarlo.
No sacarlo fue un reflejo del miedo -a que le pasara algo- y de la inseguridad -de no saber cuidarlo-. Los gurús del marketing te pondrían esto en una presentación y te dirían que hay que sacar el balón a jugar, que para eso están. Osvaldo Soriano lo resumiría con que el fútbol -y con él, los balones y el uso que les damos- es una metáfora de la vida. •