Pocas reliquias de la infancia emocionan tanto como una portería urbana pintada en la pared. El ladrillo que se desprende poco a poco de la pared. Ese áurea fantasmal. Los matices sutiles de un portería a portería. Son los auténticos iconos de la vida interior de la ciudad. Los innumerables momentos de la horas felices de la infancia, antes de que los chicos y las chicas descubrieran el botellón. Recordando nuestra placentera juventud, las porterías urbanas nos transportan a cuando ser el próximo Robbie Fowler (foto agencias) que iba a pisar la hierba de Wembley era todavía una posibilidad. Dentro de ese marco se encuentra el fútbol romántico; respirando en un mundo alejado de los astronómicos contratos de televisión y de Sepp Blatter.
Pocas reliquias de la infancia emocionan tanto como una portería urbana pintada en la pared. El ladrillo que se desprende poco a poco de la pared. Ese áurea fantasmal. En la imagen, Fowler con una camiseta que hoy sería prohibida apoyando las huelgas de los astilleros en los 90. Representaba el fútbolista de barrio.
Un lugar donde el juego todavía era bello. La visión de una portería urbana no es un simple ejercicio de nostalgia al uso para evocar un vacío sentimentalismo. Su pintura refleja el alejamiento del fútbol de los barrios de trabajadores. Los mismos vecindarios donde muchos de los grandes clubes surgieron. Eso es una verdad económica y cultural. Mirad fijamente a las porterías y encontrarás la desigualdad y las desventajas en los ojos de los desposeídos. Su existencia a lo largo del siglo XX son un símbolo del progreso social de Gran Bretaña. Los niños todavía se divierten con ellas. Los chicos seguirán levantando estas metas cuando comiences los partidos. Los Craig Bellamy o Wayne Rooney del mundo miran al infinito y aspiraban a cumplir sus sueños.