Pedro Zuazua.-
Escena 1
Es un día de principios de septiembre de 1990. El curso escolar acaba de comenzar. La puerta que une las dos aulas de tercero de EGB se abre de repente. No es algo que suceda muy a menudo. Expectación en los pupitres. Aparecen dos personas. Uno es el profesor de la otra clase. Apoya sus manos sobre los hombros de un niño que llora desconsolado y que sostiene su mochila en la mano derecha. El maestro nos anuncia que el chico se cambia de clase. Que pasa de B a A. No da razones. Nadie las pide. Nuestro profesor, sentado en su sitio, sigue la escena en silencio e invita a su nuevo alumno a ocupar su mesa. Para que pueda sentarse en el lugar que le corresponde por orden alfabético – el curso acaba de empezar y aún no ha dado tiempo a una primera reordenación por orden de comportamiento- casi todos tenemos que movernos un lugar más atrás. Antes de dirigirse hacia allí, el chico, que no ha levantado la mirada en ningún momento y que continúa llorando, recibe un ligero gesto de cariño de su ya exprofesor, que le aprieta los hombros. “Anda, ve…”, le dice. Y él se sienta. No dejará de llorar en todo el día.
Escena 2
Si tuviera que describir a don Julio, diría que era la definición exacta de la palabra maestro. Tenía una cierta dureza en su rostro que se tornaba en bondad cuando se le conocía. Solía vestir americana y pantalón. Las leyendas urbanas que se transmitían de generación en generación decían que, si escuchaba hablar a alguien mientras él estaba escribiendo en el encerado, se giraba en medio segundo y le lanzaba una tiza. Nunca le vi hacerlo, pero conté la historia como si hubiera recibido alguno de esos proyectiles. Lo que sí viví fueron los interminables segundos en los que, desesperado ante las bravuconadas de aquellos niñatos, te ponía la mano sobre la cara y te explicaba que le sobraba la mitad para darte un buen bofetón. Te lo decía al oído. Y tú lo entendías todo, claro. Yo, que en el colegio las llevé de varios colores -merecidas, injustas y mediopensionistas-, no recuerdo que don Julio me atizara nunca. Dice mucho de su paciencia, porque estoy seguro de que en más de una ocasión me había ganado un cachete.
Las leyendas urbanas que se transmitían de generación en generación decían que, si escuchaba hablar a alguien mientras él estaba escribiendo en el encerado, se giraba en medio segundo y le lanzaba una tiza. Nunca le vi hacerlo, pero conté la historia como si hubiera recibido alguno de esos proyectiles.
Era firme, directo y justo. Sobre todo, justo. Por eso los alumnos confiábamos en él cuando todavía no sabíamos lo que era la confianza. Y por eso, cuando aquel chico que había llegado nuevo a nuestra clase comentó que jugaría en el equipo de su antigua sección el torneo de las fiestas colegiales, acudí a don Julio para que no lo permitiera. Lo hice porque aquel chico jugaba muy bien al fútbol, claro. Pero también por una cuestión de justicia y de respeto a las leyes. Sé que suena un poco pretencioso para un mocoso de 9 años, pero siempre he sido un viejo prematuro. Don Julio me escuchó y me dio la razón. Se lo comunicó al chico, que volvió a llorar. Jugó en nuestro equipo y nos lideró para vencer a los guapos de nuestra clase. Luego, en el cruce contra sus antiguos compañeros, caímos por 11 goles a 1. Menos mal que él jugaba con nosotros.
Escena 3
Siempre hay, al menos, un patio cubierto. En nuestro colegio había dos. En ellos se habían instalado sendos sucedáneos de campos de fútbol sala. Había columnas por el medio -eran los bajos de los edificios de las aulas- y el piso era irregular, con tapas de alcantarillas por ahí rondando.
Estábamos ya en cuarto de EGB. Llovía y jugábamos al fútbol entre ese grupo de columnas. En un momento, el balón quedó dividido entre aquel chico y yo. Él dejó pasar el balón. Yo arranqué hacia la portería contraria. De repente, sentí cómo una pierna me segaba la carrera. Era una patada de esas que te pilla con el pie levantado, impacta con tu empeine y te lleva de cara al suelo. Sentí mucho dolor. Pero sentí más miedo. Porque rápido comprendí todo. Y casi inmediatamente sentí cómo todos los que estaban jugando aquel partido también lo entendían. Aquel chico había guardado su venganza durante un año. Lo vi en su cara. No vaciló en ningún momento. Se acercó y, un poco acelerado, como si fuera parte de su plan, me dijo: “Perdona”. Vi el odio en sus ojos. Con los mofletes rojos. Un odio puro e infantil.
Aquel chico había guardado su venganza durante un año. Lo vi en su cara. No vaciló en ningún momento. Se acercó y, un poco acelerado, como si fuera parte de su plan, me dijo: “Perdona”. Vi el odio en sus ojos.
Pienso mucho en aquella patada. Me pone en mi sitio y me recuerda que cada persona lleva una mochila. Hoy, viendo el panorama que nos rodea, también me vuelve a dar miedo. Percibo esa mirada de odio en mucha gente. Veremos cuándo y cómo cae la patada. •
*Artículo de la sección Hay que Estirar del periodista Pedro Zuazua en la edición 51 de Líbero. Benefíciate de las ventajas de la suscripción a Líbero aquí: https://revistalibero.com/pages/suscripciones