'Argentina 78, mi primer mundial', por Eduardo Sacheri

El escritor argentino Eduardo Sacheri recuerda la primera Copa del Mundo que vivió con intensidad. Los jefes militares de la dictadura en el palco oficial. El entierro de mi padre. Fillol volando de palo a palo. Kempes arremetiendo contra los holandeses. Las imágenes de la multitud festejando.

Eduardo Sacheri.- Parece mentira cómo los recuerdos suelen volver en grupo, en lugar de aislados. Por lo menos a mí me sucede con frecuencia. Si me digo “1978” no me viene una sola imagen, sino varias imágenes juntas. No siempre en el mismo orden, pero las mismas. Mis hermanos y yo frente al televisor, gritando los goles de Argentina en la final. Mi madre pidiéndonos silencio para no perturbar el descanso de mi padre. Las bocinas de los coches en la calle. Las imágenes de la multitud festejando. Los jefes militares de la dictadura en el palco oficial. El entierro de mi padre. Fillol volando de palo a palo. Kempes arremetiendo contra los holandeses. El orden puede modificarse, pero las imágenes son siempre las mismas.

El de 1978 es mi primer mundial. Yo tengo 10 años y el fútbol me gusta mucho. Y digo “mi primer mundial” porque del anterior, Alemania 74, guardo apenas recuerdos fragmentarios. Ahora ya soy grande, el fútbol me apasiona, y voy a poder ver por la tele 38 partidos en directo a lo largo de 25 días. Voy a empacharme de fútbol. Y no de un fútbol cualquiera, sino de esos equipos soñados, como son las selecciones nacionales de esos tiempos. Ahora, varias décadas después, las cosas han cambiado. Algunos clubes muy ricos son más poderosos que cualquier selección nacional. Pero 1978 es una época en la que casi todos los jugadores juegan en su propio país, y decir “selección nacional” es sinónimo de “los mejores equipos que uno puede pedir”. Así de simple y así de hermoso.

MI PRIMER MUNDIAL» Ilustración de Gervasio Ciaravino.

Hay otras cosas que están lejos de ser hermosas. Mi padre lleva meses acostado en su cama. Ese hombre otrora tan fuerte, tan activo, está cada vez más flaco, más ojeroso, más cansado. Ese hombre tan futbolero, además. El año pasado, sin ir más lejos, hablábamos con entusiasmo de este Mundial inminente. Y ahora, sin embargo, parece importarle poco y nada. Tan sedentario se ha puesto que una tía nos ha prestado un televisor portátil, para que pueda ver los partidos desde la cama. Yo le insisto para que venga a verlos al comedor, porque ese portátil de mi tía tiene una antena extensible que es una porquería. Sí, nadie duda de que eso de ver televisión desde la propia cama es un lujo de sultanes. Pero la pantalla es chica y la imagen se ve con lluvia. Pero no hay caso. No quiere levantarse.

Cuando pregunto por el cansancio de mi padre, todo son evasivas. Menos mal que el Mundial arranca por todo lo alto, y Argentina se garantiza rápido el pase a la segunda fase. Ya después de la segunda victoria se vuelve costumbre ese rito de las bocinas y las concentraciones callejeras.

Cuando pregunto por el cansancio de mi padre, todo son evasivas. Menos mal que el Mundial arranca por todo lo alto, y Argentina se garantiza rápido el pase a la segunda fase. Ya después de la segunda victoria se vuelve costumbre ese rito de las bocinas y las concentraciones callejeras. Las unidades de exteriores de los noticieros se toman la costumbre de salir a cubrir esa algarabía. La gente compra banderas, gorros y cornetas. Salta y canta frente a la cámara. Cuando los periodistas les acercan a los hinchas un micrófono, todos hacen pronósticos de campeonatos y vueltas olímpicas. Y no solo pasa en la tele. En la escuela, en el barrio, en las casas, la sensación es que esta copa no se nos escapa. 

Así que todos, los argentinos en general y yo en particular, tenemos un mes de junio lleno de expectativas, alegrías y sueños por realizar. Es verdad que yo, por momentos, tengo mis dudas. En mi casa nadie dice nada, pero es llamativo que mi padre ni siquiera se levante a mirar con nosotros los partidos de la segunda fase. Ya va a mejorar, me asegura mi madre, pero su expresión no acompaña sus palabras. Igual tiene que ser cierto. Mi padre es un roble. No sólo es un roble. También es mi mejor amigo y un tipo que sabe muchísimas cosas. “Ojo con Holanda”, me dice un día cualquiera en que estoy visitándolo en su habitación. Son buenísimos. Yo concuerdo. Además, aunque en el 74 fuera un chico muy chico, no se me escapa que eran “la naranja mecánica”. Me alegra el comentario de mi papá,  porque el comentario me da a entender que a mi padre el fútbol le sigue importando. Y eso es una buena señal

Mi padre es un roble. No sólo es un roble. También es mi mejor amigo y un tipo que sabe muchísimas cosas. “Ojo con Holanda”, me dice un día cualquiera en que estoy visitándolo en su habitación. Son buenísimos.

Y hablando de señales, cada nuevo partido de Argentina da lugar a una nueva andanada de festejos callejeros. Nadie, nunca, en ningún lado, exhibe la menor muestra de frialdad, preocupación o distancia. Y eso no solo sucede en la pantalla del televisor. Sucede en la escuela, en la calle, en el almacén y la verdulería a los que mandan a hacer las compras. Los grandes, los chicos, los vecinos, los familiares. Todos son felices, aunque después, con los años, esa felicidad se convierta en culpa, o se finja una indignación que, en ese tiempo, no se divisa en ningún lado. 

Un domingo juegan Alemania y Holanda por la segunda fase. No pretendo que mi viejo se levante a verlo juntos, como hemos hecho toda la vida con los partidos de Independiente. Pero ni siquiera cuando voy a su dormitorio (y acomodo la antena extensible lo mejor que puedo) parece entusiasmado con el plan. Para peor, o para mejor, resulta un partidazo: dos veces los alemanes pasan al frente, y las dos veces los anaranjados (que en nuestras teles de entonces son gris claro) vuelven a empatarles. El segundo empate, el de Van der Kerkhof, ni siquiera lo mira. Se ha dormido, vuelto en su cama hacia el otro lado. 

CLARÍN» Ejemplar de Clarín del día de la final del Mundial. FOTO: Clarín

Una semana después no tengo tiempo para distraerme con cosas que no sean la final del mundo. Jugamos contra esos mismos holandeses. Lo vamos ganando, nos empatan, casi lo perdemos con ese pelotazo al palo de Rensenbrink. Lo ganamos en el alargue. La gente se vuelca a las calles como nunca antes. Todo es felicidad. Todo es orgullo. Todo son banderas y cantos. Mi hermano me propone que lo acompañe a festejar.

Yo prefiero quedarme en casa. Estoy empezando a sospechar que las cosas son mucho más tenebrosas de lo que me figuraba. Este partido, nada menos que la final, mi padre ni siquiera lo miró en su televisor portátil. Se la pasó durmiendo. El partido más importante de la historia (además de las Copas Libertadores de Independiente) y ni siquiera se ha despertado para mirarlo. Hay algo que no me cierra.

Afuera, en cambio, nadie parece tener cuentas pendientes. Pasan los coches tocando bocina. La gente copa las calles y las plazas. Argentina campeón. Ninguna cautela, ninguna frialdad.

Afuera, en cambio, nadie parece tener cuentas pendientes. Pasan los coches tocando bocina. La gente copa las calles y las plazas. Argentina campeón. Ninguna cautela, ninguna frialdad, ninguna distancia afectiva que opaque semejante alegría y tamaño orgullo. 

Yo soy chico. Y los recuerdos me vienen mezclados. Pero que los tenga mezclados no significa que no los tenga bien identificados, uno por uno. Los jefes militares de la dictadura en el palco oficial. El entierro de mi padre. Fillol volando de palo a palo. Kempes arremetiendo contra los holandeses. Las imágenes de la multitud festejando. •