Guille Galván.- Cuentan en Reikiavik que fue Erik El Rojo, un comerciante noruego del siglo X, quien animó a la población islandesa a dejar sus tierras y alistarse en naves vikingas que pretendían instalarse en Groenlandia. Erik, proscrito por asesinatos y otras lindezas, huyó por mar hasta toparse con el apéndice del nuevo continente. Desde allí especuló con un idílico paraje virgen en donde mercadear con mano de obra barata. Para ello debía convencer a los futuros colonos de las bonanzas de la futura tierra de adopción, así que puso en marcha una de las campañas de marketing más antiguas que se recuerdan; bautizó a la gran isla con el nombre de Gronland, “tierra verde”, cuando el 87% de su superficie era puro hielo.
La profesionalización ha sido una quimera hasta que en la década pasada se levantaron más de 150 campos de hierba artificial y siete búnkers cubiertos con sistemas de calefacción.
Más de diez siglos después de aquel tocomocho nórdico, los islandeses siguen buscándose las mañas para ganarle terreno a la nieve en busca de pasto fértil. El fútbol no ha sido menos. La profesionalización ha sido una quimera hasta que en la década pasada se levantaron más de 150 campos de hierba artificial y siete búnkers cubiertos con sistemas de calefacción. Construidos en 2007, han permitido por primera vez que toda una generación de deportistas entrenen durante todo el año y no solo en el periodo estival. Una inversión megalómana favorecida por los descendientes del Rojo permitió la construcción de esos estadios. La agresiva burbuja financiera inventaba ceros y ceros en las cuentas de los bancos que se hacían de oro con cada préstamo. Pero el sistema hizo crack, generando la gran recesión islandesa de 2008. Excepcionalmente, la estafa acabó de forma modélica y mientras buena parte de los chorizos iban a la cárcel, numerosas instalaciones de las que habían financiado quedaban listas para que cientos de padres voluntariosos obtuviesen la licencia FIFA de entrenador y dieran el pitido inicial a una nueva era. Además de las grandes infraestructuras, miles de porterías portátiles se adueñaron de las escuelas, los porches de las casas o las entradas de casi todos los campings de Islandia. El fútbol pasaba a ser, casi por decreto, deporte nacional y el accidental verde mullido, moqueta sintética.
.La profesionalización ha sido una quimera hasta que en la década pasada se levantaron más de 150 campos de hierba artificial y siete búnkers cubiertos con sistemas de calefacción. Construidos en 2007, han permitido por primera vez que toda una generación de deportistas entrenen durante todo el año y no solo en el periodo estival.
Sin embargo, aun quedan en pie estandartes de la época anterior. Porterías semi abandonadas, vestidas y desvestidas por la leyes naturales, ajenas a cualquier planificación térmica. Igual que los cientos de miles de ovejas que abarrotan los valles aprovechan el buen clima y pastan de tres en tres por todos los rincones de la isla, las porterías salvajes se hacen hueco en medio de la nada entre el apabullante despliegue de lo extraordinario: volcanes, géisers, cataratas o glaciares. Monolitos de otro tiempo que nos recuerdan de qué iba todo esto antes de la intervención humana. Se desnudan cada primavera y sacan pecho orgullosas. Aparecen aquí y allá, como fósiles de otra era, cuando había que esperar la llegada de los días sin noche para dar unas patadas, si no rascar en la nieve hasta llegar al pasto. Actualmente, la pelota corre por las modernas instalaciones y, sin embargo, lejos de agachar la cabeza, las longevas porterías salvajes siguen aguardando a ser domadas por el primero que les eche el lazo a base de filigranas y vaselinas imposibles. Con las primeras nieves de octubre volverán a cubrirse de blanco y en el punto de penalti solo quedará el hueco callado del invierno. Sus redes se endurecerán como alambradas. Los pastores reagruparán de nuevo a las ovejas en sus granjas y los balones silvestres soñarán con ser columpiados en las vaselinas imposibles del próximo deshielo; cuando el milagro se consume otra vez y el blanco se convierta en verde de nuevo. •
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