Vetusta Morla en La Bombonera

El guitarrista del grupo, Guillermo Galván, captó con su cámara y su memoria cada historia alrededor de Boca Juniors en el viaje que los madrileños hicieron a Buenos Aires en noviembre de 2009 en la gira de ‘Un día en el mundo’. El periplo incluyó un Boca 4 - Gimnasia 0.

*Texto y fotografías Guillermo Galván.- Cuenta la leyenda que los colores de Boca Juniors son fruto del azar y de una derrota. A primeros del siglo XX, los bosteros compartían colores con otro equipo de la capital. La rivalidad entre ellos debía de ser tan fuerte que decidieron retarse en duelo para ver quién se quedaba con la camiseta. Aquí empezaron las versiones de los parroquianos. En la barra nadie sabía a ciencia cierta qué había en aquel partido ni cuál era el otro equipo. Unos decían que si era de Almagro, otros que si era River, que si nadie vio nunca tal choque, que si ya estaban hablándole al pedo a los turistas… La noche bonaerense nos llevó al típico bar post-partido en donde se juntan aficionados a darse palmaditas cuando ganan o arreglar el mundo cuando han perdido. Allí corría la Quilmes y olía a pizza y queso fundido. ‘Horror vacui’ en las paredes, empapeladas con todos los míticos del club: Caniggia, Batistuta, Maradona, Córdoba, Palermo… Fotos dedicadas, camisetas en marcos, caricaturas de River, un dibujo de Passarella en la taza del WC…

Demasiado ruido, demasiados idiomas y conversaciones cruzadas, así que el bodeguero, un joven barrigón, decidió salir fuera a echarse un cigarro y terminar de contarme la historia junto al muelle. -Boca perdió, loco, y había que buscar remera. El presidente de entonces, un tal Brichetto, trabajaba en el puerto, muy cerca de acá. Él era el encargado de dar paso a los barcos que entraban y salían del país. Pues no tuvo otra ocurrencia, ¡el muy hijoeputa! que jugarse los colores del club en una apuesta con su niño: la próxima camiseta llevará los colores de la bandera del siguiente barco que entre al puerto, le dijo. ¡Hay que ser muy puuuto! ¡Podía haber salido cualquier cosa, loco! Aquella vez tuvimos suerte y el primero que pasó fue un cargador sueco, con su crucecita amarilla sobre fondo azul. ‘Imagináte’ lo que debió sufrir aquel hombre hasta ver ese barco… Yo sería el enésimo turista al que le contaba la misma milonga, pero ¡Papito, qué manera de narrar!

ESPECTÁCULO
En ese momento me dice que saltó del muelle una lubina con el 10 a la espalda y me lo hubiese creído igual. Durante un rato nos quedamos embobados mirando las luces tiritando sobre el Río de la Plata. Él apuraba pitillo y yo fantaseaba con suecas desembarcando en la orilla. Cuando quise darme cuenta, el tipo ya no estaba. Se había vuelto a la barra a repartir litronas usando a Titol, nuestro backliner, de camarero improvisado con el resto de la expedición, la mayoría suecos y daneses, felices sólo de estar allí. Acababa un noviembre disfrazado de primavera por capricho de los hemisferios. Nuestra gira de ‘Un día en el Mundo’ echaba el telón en Argentina tras casi dos años de idas y venidas por carreteras y aduanas.

Acababa un noviembre disfrazado de primavera por capricho de los hemisferios. Nuestra gira de ‘Un día en el Mundo’ echaba el telón en Argentina tras casi dos años de idas y venidas por carreteras y aduanas.

Titol se había empeñado en llevarnos a todos al fútbol, comprometiéndose a organizar el viaje a La Bombonera. Fue recolectando el dinero necesario y acudió a una de esas oficinas que el club ofrece a los turistas donde, además de la entrada, incluyen recogida en los hoteles y cena en alguna tabernilla del barrio. Sacó los tickets para el 23 de noviembre, fecha 9 de aquel Apertura en el que Boca estaba arrastrándose sin pena ni gloria. El rival: Gimnasia y Esgrima. Llegó el domingo, y a primera hora de la tarde aparcábamos una colosal resaca junto a las puertas giratorias del Gran Hotel Argentino, a pocos metros del Obelisco. Pasaba media hora larga de la cita y allí no había indicios de recogida. El pobre Titol, que sudaba tinta al sentir en sus carnes el timo de la estampita, recibía por todos lados.

Ya estábamos a punto de capitular y volver a las habitaciones cuando oímos un fuerte ruido entre Pellegrini y Rivadavia. Giraba bufando, casi sobre sus ruedas laterales, una cafetera amarilla y azul en forma de colectivo enrabietado. Apretaba bocina y subía el volumen de su radio chicharrera mientras, del lugar que tenía que ocupar una puerta, salía el cuerpo casi entero de una muchacha entrada en años que bien podía ser prolongación bonaerense de nuestra mítica Eva Nasarre 30 años después.

» LA BOMBONERA Así lucía el estadio de Boca Juniors poco antes del duelo ante Gimnasia

Todo su cuerpo era un escaparate de mercaderías del club de sus amores: cinta en el pelo, camiseta, muñequeras, calentadores y el 10 de Maradona tatuado en su omóplato junto al escudo y las siglas del club CABJ. -¿Son los españoles? ¡¡Dále, subí, llegamos tarde!! -Ahora me voy yo solo, ¡cabrones! -nos gritó Titol. Casi en marcha, nos incorporamos al carnaval pasando en fila de a uno entre asientos ya ocupados por nórdicos muy risueños, que grababan lo exótico de la experiencia en sus avanzadas videocámaras. Nuestra sherpa se disculpó por el retraso y nos explicó, entre baches, que sería la responsable de nuestros culos aquella tarde-noche. Pasillo arriba, pasillo abajo, cantando canciones, moviendo los brazos al grito de “Y dale Boooo, y dale Boooo, y dale Booooca dale Boooooo”. Era tal su mimetismo con la causa que no te hablaba; directamente te animaba, apoyada por la radio del bus, un hilo musical evangelizante con algunas de las canciones que luego se cantarían en el campo. Aquello era un hervidero, parecía un vestuario más que un medio de transporte.

EL BARRIO DE LA BOCA
Nuestros biorritmos habían pasado de cero a 100 en tres cuartos de manzana. Y así atravesamos San Telmo hasta el puente de lo separa de La Boca, cruzamos el parque de Lezama por el Paseo Colón, Almirante Brown… hasta la Bombonera. Cuando paró el colectivo, nos hicieron bajar en fila de a uno para atravesar la calle Brandsen, llena de vallas y algún control policial. Las familias del barrio salían a las puertas de sus casas para fisgar la estela que dejábamos los turistas del balón. Grupos de quinceañeras radiantes se agolpaban con los ojos encendidos en las aceras. Y allí cuchicheaban entre risas a nuestro paso. Con el disimulo refinado de quien se sabe vigilada por los ojos de su padre, que probablemente estaría recogiendo los restos del asado en la casa o vendiendo remeras truchas, camisetas piratas como les dicen allá: “¡Remera, remera, se me acaba la remera!” A los pies del estadio parecíamos estar llegando a un concierto recién empezado.

Nuestros biorritmos habían pasado de cero a 100 en tres cuartos de manzana. Y así atravesamos San Telmo hasta el puente de lo separa de La Boca, cruzamos el parque de Lezama por el Paseo Colón, Almirante Brown… hasta la Bombonera

El volumen subía a medida que nosotros lo hacíamos por las empinadas escaleras del fondo sur. En la Bombonera, como en la mayoría de los estadios argentinos, no sólo se juega al fútbol, los choques se convierten en canciones de 90 minutos largos: batucadas sin fin con bombos, cajas, timbales, trombones, trompetas, saxos… Fieles entregados y decenas de miles poniéndole voz al concierto con el rigor de una ceremonia religiosa dirigida desde los paravalanchas. Cuando entramos en nuestra bandeja, el fondo opuesto a la 12, nos escabullimos entre la afición local a ver si así remitía el complejo de boy-scout con el que veníamos desde el bus de Eva y Cía. Mimetizado entre los hinchas locales, vi en la multitud a Titol con la sonrisa más grande que le he visto nunca. -Os he traído a la puta Bombonera, ¡cabrones! ¡No teníais fe! – gritaba desde lejos entre saltos y vítores. Por los largos túneles ya salían los equipos. Papelillos de periódico recortado lo cubrían todo, volando en bandadas junto a cataratas de papel higiénico.

Os he traído a la puta Bombonera, ¡cabrones! ¡No teníais fe! – gritaba desde lejos entre saltos y vítores. Por los largos túneles ya salían los equipos. Papelillos de periódico recortado lo cubrían todo, volando en bandadas junto a cataratas de papel higiénico.

Ese día, Gimnasia vestía de azul. Los locales cedieron sus colores y salieron de blanco y franja amarilla, algo que no gustó nada a mi vecino de asiento, un porteño cincuentón que aparcó sus cánticos para mostrar un desacuerdo puntual. -¡Concha de su madre, repuuutos! ¡Salí de azul, puuutos!!! -¿Cuál es el problema, amigo? le dije con interés. -¡Puta!, me da bronca que Boca no lleve sus colores -comentaba quejumbroso.- Eso de ir de blanco, no son pura milonga para vender remeras. Los colooores, los colooores lo son todo. Y eso aquí lo respeta hasta la Coca-Cola. Mirá los publicitarios de allá en la 12 , ¿que no ves de qué color son? Cuando alargué la vista me di cuenta de que casi todo el fondo sur estaba lleno de vallas con anuncios de Coca-Cola en blanco y negro, detalle al que no di mayor relevancia.

» ANIMANDO DESDE EL BUS El viaje organizado a ver un partido en La Bombonera incluye animación desde antes de llegar.

-Claaaro, pibito. ¿Pensás que iba a entrar en la Bombonera algo blanco y rojo, de los colores de River? ¡¡Ni en pedo!! Las marcas ponen la plata, pero nosotros los colores: blanco y negro. La Coca en blanco y negro, loco. La Bombonera es el único lugar en el mundo donde la Coca- Cola no se anuncia en rojo y blanco. Boca se adelantó pronto, Medel coló un derechazo desde fuera del área y la cancha volvió a chisporrotear papelillos. No mucho después marcó Insúa desde casi 30 metros, 2-0. Con cada gol, la grada temblaba y todos nos convertíamos en pasto colectivo de abrazos. Karim, nuestro técnico de monitores, reconocía estar abrazándose a desconocidos por primera vez en su vida.

UN ESTADIO ÚNICO
Desde dentro, a la cancha de Boca parece que la han dejado rígida por el costado de los palcos. El lateral de los banquillos es una pared vertical llena de terracitas, pequeños nichos de euforia en los que siempre se busca el de Maradona, como quien precisa de la mirada de aprobación de un padre, un maestro o el párroco del pueblo. Ese día, Diego no había ido al campo. Llevaba meses sin hacerlo, desde que tuvo aquel quilombo con Riquelme por una convocatoria de la selección. Él no lo llevó, el otro se enfadó y parece que renunció a ir más, qué sé yo…

 Ese día, Diego no había ido al campo. Llevaba meses sin hacerlo, desde que tuvo aquel quilombo con Riquelme por una convocatoria de la selección. Él no lo llevó, el otro se enfadó y parece que renunció a ir más, qué sé yo…

En pleno cisma, la mayoría de los seguidores se pronunciaron a favor de a su actual volante y nuevo ídolo: “Maradona, traidor”, “la selección, la selección, se va a la puta que lo parió”. La cancha se llenó de pancartas y canciones donde ponían al Pelusa de vuelta y media. Volví a preguntar al vecino de la Coca-Cola, quien me aseguró que la gota que colmó el vaso fue encontrar pancartas con “Román, 10” ¡Blasfemia! Y Diego, que otra cosa no, pero de orgullo anda sobrado, decidió abandonarlos y dejar vacío el chiringuito una larga temporada. Es cierto que él no estaba allí, pero su palco desierto tenía más peso simbólico que el resto del campo junto. No pasaba minuto en el que alguien no se girase hacia allá para asegurarse de que la ira del barrilete cósmico no acabara cayendo en forma de rayo sobre sus cabezas. Es por ese mismo lateral incompleto por donde se cuela, casi sin querer, el barrio entero de La Boca, como si antes de haber terminado de construir la bandeja lateral la barriada se hubiera cobrado el derecho a meter sus terrazas en el campo. Boca marcó aún dos goles más, el último de Gaitán, a pase de genio de Palermo.

El partido acabó 4-0. De Gimnasia, la verdad, recuerdo poco más que los vasos de plástico llenos de extraños líquidos espumosos que nos lanzaban sus hinchas desde la grada superior. Cuando acabó el partido nos retuvieron para esperar la salida de las barras bravas de los dos equipos. Bajamos las escaleras entre gritos y comparsas. Eva contaba las ovejas del redil y nos encaminaba de vuelta al autobús. Fuera del estadio, chiquillos mirando pasar la marea mientras sostenían el balón con los brazos en jarra, ansiosos porque se fueran todos aquellos forasteros y seguir jugando. Allí corría en paralelo la otra cancha, la de la calle, en partidos interminables con porterías de jerséis y mochilas donde, además de al rival, también se gambetea al público que sale, al vendedor de choripanes y a las familias que toman el fresco junto al estadio.•

*texto publicado en nuestro número cuatro.